Tengo un amigo que nunca se saca fotos, o te enseña fotos, o ve fotos. Lo suyo son siempre fotografías. Y te lo dice así, con esa media sonrisa suya porque -o eso intuyo-, sabe de lo relativamente cómico de la situación. Parece acaso rimbombante, excesivo, innecesario, emplear tanto esfuerzo en pronunciar una palabra que, ahora que se recurre a ella tanto, puede resultar tan práctica como decir foto.
A veces me reía de él cuando lo decía. Porque me parecía gracioso. Pero desde que lo oí por primera vez, no he dejado de pensar que quizá sea una lástima reducir a la mínima expresión la palabra que mejor define aquello que es capaz de dejar patente que algo sucedió, que fue real y que aquel instante en aquel momento lo fue todo para ti.
Porque es lo único capaz de luchar contra el paso del tiempo. Porque es el único arma para defenderse del olvido. Porque es la mejor aliada de nuestra memoria y la mejor amiga de nuestros recuerdos.
Fotografía.
Me encanta repetir esa palabra una y otra vez en mi mente. Porque tiene un sonido especial y porque trae consigo un montón de -valga la redundancia- imágenes vívidas (y vividas) a mi cabeza que consiguen hacerme sonreír.
Es una pena comprobar cómo se ha devaluado el significado genuino de una fotografía, lo que es y representa. Porque primero era un privilegio y un regalo y se acabó convirtiendo en poco más que un producto desechable que no cuesta nada y tampoco representa nada.
No representa nada... ahora. Pero, ¿qué hay de mañana, o pasado; o dentro de un año, o de cinco? ¿Qué sucederá cuando rebusques en el baúl de los recuerdos y te topes con un vacío del que no podrás rescatar ningún momento valioso? Un lugar al que no podrás regresar, un instante que no podrás volver a rememorar, colores que no volverás a contemplar, miradas que se perderán, sonrisas que desaparecerán...
Y entonces sólo aquella preciosa suspensión en el tiempo y el espacio que se convirtió en una fotografía será capaz de salvarte. Y te mostrará todo aquello que ya no recordabas o que habías olvidado. Una fotografía es un ancla que te ayuda a mantenerte con vida, que te permite echar raíces en un fondo firme cuando el mar está embravecido para impedir que te dejes ir sin más ni más, a la deriva.
Es una conexión con la vida. Es un regalo del presente venido desde el pasado. Un lugar al que puedes volver para maravillarte con todo aquello que un día fue y que ya no será nunca más.
Mirar una fotografía y observar esa sonrisa. Pensar que alguien, quizá tú, incluso, era feliz en aquel instante. Contemplar ese lugar en el que alguien estuvo, o quizá tú, incluso, y que consigue todavía sobrecogerte con su belleza.
Tomar una fotografía. Soñar que el tiempo conseguirá hacer de ella algo especial. Imaginar en lo que se convertirá, lo que podrá llegar a significar. Sentir que estás creando un recuerdo irrepetible que nunca se podrá borrar.
Me encanta pensar que las fotografías son el billete más barato hacia el lugar más maravilloso de todos; ése que es nuestra vida y ése que cada uno de nosotros construye cada día con un único objetivo: el de, en algún momento, desear volver aunque no podamos; el de querer echar la vista atrás aunque sea sólo a ratos para percatarnos de que tal vez aquel día, o quizá también hoy, fuimos y somos felices y que es aquí, entre mis manos, donde está la prueba de ello. De que existió, de que fue real, auténtico y hermoso. De que estuviste allí, en aquel instante. Donde querías estar. Con quien querías estar.
Y de que quedó para siempre impresionado en este trozo de papel.