Un trueno retumba entre los muros de la estancia que me da cobijo. Me sobresalta, mas no son mis ojos los que se cierran para evitar sentir el impacto; todo lo contrario: asisten impávidos a la irrupción violenta de un torrente imparable que arrasa lo que encuentra a su paso y alcanza el interior del refugio de mi cabeza. Penetran como cuchilladas en carne tierna los fogonazos de los relámpagos; pensamientos impostores que son intrusos que invaden y se instalan en la habitación de mis recuerdos, al lado mismo de la puertecita que da acceso al sótano donde guardé hasta el más preciado de los sueños.
La última vez que hubo tormenta mi mundo se hizo añicos. Y hoy, con su regreso, me siento solo e indefenso a merced de su furia. Más solo y vulnerable que nunca, hecho un ovillo, rodeado por los pedazos a los que quedaron reducidos mis anhelos más profundos.
El dolor por la ausencia se acrecienta. Mi estómago se encoge y el nudo se aprieta. Palidece la esperanza mientras permanezco inmóvil mirando a través de la ventana abierta a un mundo que ahora se antoja frío y hostil.
El peso de la realidad es inevitable. Tan inevitable como el desenlace de la tormenta, y como el silencio ominoso que anticipó su llegada en la soledad de la noche, durante aquel viaje final hacia el corazón de la oscuridad.