lunes, 30 de junio de 2025

El verano de los años

Algo tiene el verano que al pronunciar su nombre es como si el aire se llenase de una mística especial que renovase la promesa de vivir una época incomparable.

No sé qué es lo que hace el verano con la vida y con la gente pero nos llena y nos empuja a florecer, nos arrastra afuera, a poblar las terrazas y los parques.


Nos precipita hacia ese primer trago de cerveza helada que refuerza la idea de que el verano se parece a la vida, y la vida es precisamente la libertad que se paladea en ese efímero instante.


El verano era aquello que pasaba cuando el tiempo formaba parte de lo incontable; cuando todo sucedía en la calle, cuando la distancia se medía en pedaladas de bicicleta y los días se contaban en helados al sol, en piedras sobre las que saltar para poder cruzar al otro lado del río y en olas rompiendo en el mar mientras alguien muy querido te arropaba con una toalla en la arena.


El verano fue siempre un síntoma de esperanza, de que algo mejor, más grande e inolvidable estaba por venir para hacer empequeñecer al anterior.


Me pregunto en qué momento el verano dejó de ser lo que una vez fue; tal vez sea el hecho de que ya no tengo bicicleta, que los días se cuentan cada vez más con los dedos y menos con el corazón o que, simplemente, se cansó de intentar superarse a sí mismo.


Pero si hay algo que el tiempo no ha conseguido arrebatarle es el embriagador perfume de la brisa mientras cae la luz roja, naranja y amarilla con la que viste el mundo durante todas y cada una de sus tardes y noches infinitas.


Y mientras así sea, nos resultará muy difícil no soñar con renovar nuestra promesa, aunque nos sorprenda un poco menos niños, un poco menos libres, o ingenuos, un poco más solos y, quizá también, un poco menos felices.


Pero nos sorprenderá, a pesar de todo, siempre que le concedamos el permiso para hacerlo. Un año, y otro después del anterior. Porque el verano siempre tiene el poder de hacer algo especial con el aire y con la esperanza.





miércoles, 16 de abril de 2025

Las cosas que perdemos


Tendemos a pensar que «todo pasa por algo», como si ese determinismo nos permitiese eludir la responsabilidad de aceptar que lo que sucede ha de ser así porque sí, sin más, como un caprichoso vaivén del azar. Sin motivo que lo justifique.

Como si lo que hacemos, o dejamos de hacer, no tuviese influencia directa en lo que nos pasa.

Pero hay veces que las cosas pasan aún a pesar de nosotros, por muy grandes que sean nuestras ganas o intensa nuestra convicción. Porque la vida, como buena y sabia maestra, tiene sus propios planes, sus leyes y normas y sus giros de guion inesperados. Y en ocasiones prescinde de compartir sus razones.

Esto del vivir no es más que una lucha por descifrar el código de lo que significa ganar. Un pulso a ciegas a la esperanza donde las certezas son poco más que un lujo escaso; algo así como un recordatorio constante de que junto al camino, no debes entonar jamás el «no puedo más y aquí me quedo».

Y mientras no resuelves ese enigma, porque no sabes o porque no puedes, vas cediendo tiempo y espacio a la pérdida, a la tristeza y a la soledad.

Perdemos por cobardía.

Por falta de empatía, o de amor, o de sensibilidad. O una mezcla de las tres.

Por no saber escuchar; por no saber respetar.

Perdemos por no estar preparados, o tal vez por no saber estarlo.

Por el peso de las expectativas.

Por las dudas. Por el miedo.

Por no atrevernos.

Por no saber.

Por no querer.

Por no abrirte, o por hacerlo demasiado.

Por torpeza. Por prudencia.

Por inseguridad. Por timidez.

Por recelo.

Por falta de cuidado, o de atención.

Por orgullo.

Porque no era el momento.

O, simplemente, porque sí. Porque las cosas pasan a pesar de nosotros. Porque a veces, simplemente, la ilusión no es suficiente. Porque arriesgarse no es garantía de que el pie que pongas delante del anterior no va a encontrar aire debajo. Porque el deseo es un anhelo impregnado de voluntad: un frágil intento por aferrarte a algo que no conoces, pero que has aprendido a identificar como un lugar en el que quizá merezca la pena quedarse.

Porque soñar resulta demasiado fácil cuando crees que puedes ser feliz.

Nuestras heridas son la herencia de las cosas que perdemos; de los recuerdos, perennes o efímeros, en la piel de nuestra memoria. De las expectativas rotas. Del mundo que quedó por descubrir; de las palabras que se quedaron por decir, de un abrazo robado o una mirada temerosa y furtiva. De las promesas de los días no vividos.

Mientras esto siga así, seguiremos acumulándolas porque no siempre ha de haber una razón por la que sucede (o no) algo, y el orden del mundo puede sacudirse sin preaviso, como una flor que se marchita de repente en la plenitud de la primavera. Hay preguntas que nunca hallarán su respuesta.

Las cosas que perdemos son aquellas que un día fueron o que pudieron llegar a ser. Aquellas con las que fantaseamos; a las que les colgamos la etiqueta de «ojalá». Las cosas a las que les concedimos el derecho y el permiso de hacernos sentir.

Sentir libres.

Vivos.

Las cosas que perdemos… son atardeceres en un cielo por el que un día soñamos volar.

jueves, 26 de septiembre de 2024

El asiento de al lado

Esta es la historia de un ideal, del espacio libre que dejas voluntariamente a tu costado porque hay algo en ti más grande que tú mismo, algo que merece la pena contar, algo por lo que merece la pena esperar.

La historia del asiento de al lado es una de esperanza, de un deseo ferviente por conocer lo que deparará el mañana; las ganas de soñar, de jugar a imaginar un pequeño trozo del futuro. Es un relato de elecciones, de múltiples pequeñas decisiones que revelan un propósito, un compromiso y un camino para alcanzar un destino en el que, tal vez, sólo tú crees.


Es también el reflejo de una promesa sincera, de la voluntad de llegar y de la fe ciega en conseguirlo. Es una mano tendida al aire impulsada por la lealtad a un sentimiento. Es un mensaje reconfortante para imbuir confianza, calma, sosiego y seguridad.


Es un cuento que nos narra una búsqueda, la más difícil y escurridiza de todas: la de la felicidad. Una defensa a ultranza del valor y aprecio de la compañía fiel y altruista y una muestra indeleble de tesón y corazón. De esfuerzo, perseverancia… entrega.


Una carta abierta a la ilusión.


Y de miedo. Miedo. Miedo e incertidumbre. Incertidumbre y dudas. Dudas y fragilidad. Fragilidad y, de nuevo, miedo.


De abrirte y hacerte daño.


De no saber, de no ver, de no sentir, de no estar.


¿Podrás ser capaz?


De arriesgar, sufrir y decepcionarte.


Tropezar. Caer. Levantarte. Volver a caer.


De nunca saber a ciencia cierta si podrás llegar.


O si podrás dar.


Inseguridad.


Vacío, distancia, soledad.


Pero, por encima de todo, la historia del asiento de al lado es la historia de una semilla, plantada en la tierra en un lugar que quizá no estuviese destinado a alojarla; semilla en la que alguien creyó porque, un día, se atrevió a imaginar en lo que podría convertirse.


Alguien que creyó en la semilla, en el agua y la tierra, y en su capacidad de enseñarle dónde encontrar sus raíces para impulsarla a brotar hacia el cielo, crecer, y gritarle alto que nada vive lejos de la esperanza y nada ni nadie crece sin mimo, tiempo, cuidado… y espacio para poder hacerlo.


La historia del asiento de al lado es la historia de mi vida.


¿Cómo comienza?


Comienza por el principio, en ese hueco que dejo libre a mi lado.