Algo tiene el verano que al pronunciar su nombre es como si el aire se llenase de una mística especial que renovase la promesa de vivir una época incomparable.
No sé qué es lo que hace el verano con la vida y con la gente pero nos llena y nos empuja a florecer, nos arrastra afuera, a poblar las terrazas y los parques.
Nos precipita hacia ese primer trago de cerveza helada que refuerza la idea de que el verano se parece a la vida, y la vida es precisamente la libertad que se paladea en ese efímero instante.
El verano era aquello que pasaba cuando el tiempo formaba parte de lo incontable; cuando todo sucedía en la calle, cuando la distancia se medía en pedaladas de bicicleta y los días se contaban en helados al sol, en piedras sobre las que saltar para poder cruzar al otro lado del río y en olas rompiendo en el mar mientras alguien muy querido te arropaba con una toalla en la arena.
El verano fue siempre un síntoma de esperanza, de que algo mejor, más grande e inolvidable estaba por venir para hacer empequeñecer al anterior.
Me pregunto en qué momento el verano dejó de ser lo que una vez fue; tal vez sea el hecho de que ya no tengo bicicleta, que los días se cuentan cada vez más con los dedos y menos con el corazón o que, simplemente, se cansó de intentar superarse a sí mismo.
Pero si hay algo que el tiempo no ha conseguido arrebatarle es el embriagador perfume de la brisa mientras cae la luz roja, naranja y amarilla con la que viste el mundo durante todas y cada una de sus tardes y noches infinitas.
Y mientras así sea, nos resultará muy difícil no soñar con renovar nuestra promesa, aunque nos sorprenda un poco menos niños, un poco menos libres, o ingenuos, un poco más solos y, quizá también, un poco menos felices.
Pero nos sorprenderá, a pesar de todo, siempre que le concedamos el permiso para hacerlo. Un año, y otro después del anterior. Porque el verano siempre tiene el poder de hacer algo especial con el aire y con la esperanza.