Tendemos a pensar que «todo pasa por algo», como si ese determinismo nos permitiese eludir la responsabilidad de aceptar que lo que sucede ha de ser así porque sí, sin más, como un caprichoso vaivén del azar. Sin motivo que lo justifique.
Como si lo que hacemos, o dejamos de hacer, no tuviese influencia directa en lo que nos pasa.
Pero hay veces que las cosas pasan aún a pesar de nosotros, por muy grandes que sean nuestras ganas o intensa nuestra convicción. Porque la vida, como buena y sabia maestra, tiene sus propios planes, sus leyes y normas y sus giros de guion inesperados. Y en ocasiones prescinde de compartir sus razones.
Esto del vivir no es más que una lucha por descifrar el código de lo que significa ganar. Un pulso a ciegas a la esperanza donde las certezas son poco más que un lujo escaso; algo así como un recordatorio constante de que junto al camino, no debes entonar jamás el «no puedo más y aquí me quedo».
Y mientras no resuelves ese enigma, porque no sabes o porque no puedes, vas cediendo tiempo y espacio a la pérdida, a la tristeza y a la soledad.
Perdemos por cobardía.
Por falta de empatía, o de amor, o de sensibilidad. O una mezcla de las tres.
Por no saber escuchar; por no saber respetar.
Perdemos por no estar preparados, o tal vez por no saber estarlo.
Por el peso de las expectativas.
Por las dudas. Por el miedo.
Por no atrevernos.
Por no saber.
Por no querer.
Por no abrirte, o por hacerlo demasiado.
Por torpeza. Por prudencia.
Por inseguridad. Por timidez.
Por recelo.
Por falta de cuidado, o de atención.
Por orgullo.
Porque no era el momento.
O, simplemente, porque sí. Porque las cosas pasan a pesar de nosotros. Porque a veces, simplemente, la ilusión no es suficiente. Porque arriesgarse no es garantía de que el pie que pongas delante del anterior no va a encontrar aire debajo. Porque el deseo es un anhelo impregnado de voluntad: un frágil intento por aferrarte a algo que no conoces, pero que has aprendido a identificar como un lugar en el que quizá merezca la pena quedarse.
Porque soñar resulta demasiado fácil cuando crees que puedes ser feliz.
Nuestras heridas son la herencia de las cosas que perdemos; de los recuerdos, perennes o efímeros, en la piel de nuestra memoria. De las expectativas rotas. Del mundo que quedó por descubrir; de las palabras que se quedaron por decir, de un abrazo robado o una mirada temerosa y furtiva. De las promesas de los días no vividos.
Mientras esto siga así, seguiremos acumulándolas porque no siempre ha de haber una razón por la que sucede (o no) algo, y el orden del mundo puede sacudirse sin preaviso, como una flor que se marchita de repente en la plenitud de la primavera. Hay preguntas que nunca hallarán su respuesta.
Las cosas que perdemos son aquellas que un día fueron o que pudieron llegar a ser. Aquellas con las que fantaseamos; a las que les colgamos la etiqueta de «ojalá». Las cosas a las que les concedimos el derecho y el permiso de hacernos sentir.
Sentir libres.
Vivos.
Las cosas que perdemos… son atardeceres en un cielo por el que un día soñamos volar.
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