Un día el mar se aburrió. El remanso de calma y quietud que se extendía hasta donde alcanzaba la vista se dejó mecer por el viento. Y su forma cambió.
La brisa modelaba la superficie del mar creando colinas y valles que se alternaban y sucedían casi hasta el infinito; cuando el viento era más fuerte y valiente convertía las ondulaciones suaves en olas que desafiaban la planicie del mar y que iban a morir a una playa, sobre la roca o en la arena. El día que el mar se aburrió captó todos y cada uno de los colores del mundo y los devolvió para que con cada amanecer y atardecer se confundiese con el cielo, con sus tonos azules y grises, amarillos, naranjas y dorados, negros y blancos.
El día que el mar se aburrió el cielo encontró un espejo donde contemplarse.
El día que el mar se aburrió yo estaba sentado en una playa al atardecer. La caída del sol arrojaba sobre el mar una luz cada vez más tenue. El crepúsculo teñía el cielo de mil colores, desde el azul hasta el naranja, y cada uno se reflejó sobre el ondulante mar que bañaba la playa. Era imposible saber de qué color era el mar, pues todo él era azul y gris y blanco, exceptuando el amarillo que despuntaba en las crestas de las olas que rompían a mis pies.
El día que el mar se aburrió el cielo sonrió y el mar le devolvió la sonrisa. Y yo vi sonreír a ambos porque el mundo se tornó entonces un lugar muy bello. No sabría decir de qué color era el mundo en aquel instante, pues la gama desplegada hacía parecer que era uno y todos a la vez, pero sí sé que aquella belleza inmaterial me decía que aquel cuadro era perfecto.
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