Érase
una vez una tierra lejana llena de colinas a los pies de las montañas, de
prados y bosques, de colores verdes de todas las tonalidades imaginables. En
una de esas colinas había una cabaña, y junto a la cabaña se extendía una
bonita pradera que se dejaba caer en los límites de la colina. En la cabaña
vivía un hombre que se contentaba con subsistir con lo que la naturaleza le
ofrecía, pasando sus días sumido en ensoñaciones y fantasías.
Alrededor
de la casa, justo antes de donde nacía la hierba, crecían desafiantes una
hermosa multitud de flores blancas, amarillas, azules, violetas, rosas y rojas,
delimitando el perímetro de toda la cabaña y, de alguna manera, dejando claro
que en aquel rincón habitaba una peculiar manifestación de la belleza.
Una
mañana, el hombre que vivía en la cabaña tuvo un sueño. Un sueño que le hizo
viajar muy lejos de su cabaña, de su pradera, su colina y sus montañas, pero
que inevitablemente le recordó lo maravillosas que eran las flores que se
esparcían alrededor de su cabaña. Fue por eso que a la mañana siguiente, al
despertar, decidió que se convertiría en jardinero para transformar el prado
junto al que se alzaba su cabaña en un jardín hermoso lleno de todas las flores
que protegían su morada.
Se
puso en marcha poco tiempo después, pues el trayecto hasta pueblo era largo y
le llevaría buena parte del día. Cuando lo alcanzó, la tarde empezaba a caer
sobre aquella parte del mundo. El hombre temió no haber llegado a tiempo antes
de que el mercado cerrase, pues entonces no tendría la oportunidad de conseguir
las semillas que necesitaba para hacer crecer las flores de su flamante soñado
jardín.
A
pesar de todo, tuvo la suerte de alcanzar el puesto de flores y semillas justo
a tiempo. La mujer que estaba a cargo del puesto estaba comenzando a recoger la
enorme colección de bolsitas y pequeños tiestos de barro que adornaban su lugar
diario de trabajo, aportando color y alegría para teñir la melancolía que
amenazaba con hacerse dueña de su pasión más preciada.
Sorprendida
por la tardía llegada de aquel hombre y especialmente por la ilusión y la
vehemencia con la que escogió, meticulosamente, cada una de las bolsas de
semillas que quería, se atrevió a preguntarle el porqué de su prisa y su
necesidad tan acuciante.
La
noche había caído ya, así que la muchacha invitó al hombre recién convertido en
jardinero a su casa para así poder escuchar con sosiego y calor atento la
historia de la pradera que se convertiría en jardín.
Durante
horas conversaron, primero del jardín, luego de la pradera, de la cabaña, las
montañas; pero también de las semillas y las flores, del mercado, del calor del
fuego y hasta de la vida y de los sueños.
Fue
tan apacible, suave y fluida la conversación que el amanecer sorprendió a ambos
con las miradas cansadas pero sonrientes, los corazones contentos y la chimenea
llena de las cenizas de un montón de troncos para entonces ya deshechos.
Ambos se despidieron, pues el hombre quería regresar cuanto antes a su
cabaña de la pradera para empezar a cultivar su ansiado y bello jardín.
Emprendió el camino a casa con un macuto al hombro repleto de las semillas de
lo que serían sus flores, y aunque
en aquel momento no lo percibió, cargaba también consigo el terrible y hermoso
peso de las semillas que más tarde se convertirían en sus verdaderos sueños.
Durante
el trayecto de vuelta tuvo tiempo para rememorar lo acontecido durante el día
anterior. Se sintió muy sorprendido, pero a la vez afortunado de haber conocido
a aquella mujer del mercado. Agradeció internamente haber tenido la idea de
cultivar su propio jardín, pues gracias a aquel sueño había encontrado una
razón para bajar al pueblo y así había hecho posible conocerla. Feliz, se
descubrió a sí mismo pensando que le encantaría tener la oportunidad de quemar
un árbol entero con tal de poder volver a hablar con ella a la luz y al calor
del fuego.
Sumido
en sus ensoñaciones alcanzó al fin la cabaña, y enseguida comenzó a plantar las
semillas de sus flores en la pradera que la rodeaba. Quería poder disfrutar de
la visión de ver al fin su sueño reflejado en el jardín cada vez que abriese la
puerta al exterior. Con ayuda de una pequeña azada fue decidida y
meticulosamente plantando de forma estratégica cada una de las diferentes
semillas, asegurándose de que la distribución fuese la adecuada para que al
germinar, juntas tejiesen un tapiz lleno de vibrantes colores.
Trabajó sin descanso durante varias mañanas y
varias noches, incesante, consciente de la tarea que tenía entre manos y seguro
en cada uno de sus movimientos. Los días transcurrían y la pradera comenzó a
llenarse de flores. El jardinero se sintió entonces tremendamente feliz y
reconfortado al contemplar cómo su ilusión y esfuerzo recibían su anhelada
recompensa ante la visión de aquel maravilloso espectáculo.
Y
fue así, en una de aquellas concienzudas revisiones del tapiz que lentamente
tejía y hacía crecer de la tierra, cuando le asaltó un travieso pensamiento,
uno que sacudió por completo su interior e hizo a toda aquella paleta de
colores palidecer por un fugaz instante.
¿Le gustaría aquel jardín, las
flores, el orden y los colores, a la mujer del mercado?
Fue
sólo un pensamiento, una idea absurda. Una que, sin embargo, inoculó el germen
de la duda en la mente y el corazón del jardinero. Una que lo cambió todo.
Aquel
hombre siguió entregado a su tarea y continuó plantando semillas en lo que
pronto se convertiría en el jardín más bonito del mundo; en el sueño más
hermoso de toda una vida. Pero ya no lo hacía igual que antes. Había una desasosegante duda
acechándolo desde los rincones más oscuros y lejanos de su mente, nublando su
visión y apenando su corazón. El jardinero comenzó a pensar que, a pesar de
su tesón, su entrega y su esmero, aquel jardín podía no ser lo suficiente
hermoso para la mujer del mercado. Quizá, a pesar de haberlo soñado, imaginado,
deseado y realizado, podía no ser suficiente. Aquella idea lo dejó devastado.
Quién
sabe si a causa de sus dudas, su inseguridad o sus miedos; o quizá simplemente
fue culpa del azar, pero una mañana el hombre descubrió que algunas de las
flores que ya habían comenzado a crecer de la tierra habían desaparecido,
dejando en aquella hermosa alfombra manchas oscuras donde primero sólo había
existido el color. Al acercarse se percató de que la tierra había sido agitada,
removida y donde él había depositado una semilla ahora había un hoyo. Contó
uno, dos, tres, cuatro… y hasta decenas de ellos. Y al acabar, se lamentó y
maldijo a todos los pequeños topillos que habitaban tranquilamente bajo el
suelo de su cabaña y su pradera, que nunca le habían molestado pero que ahora
se interponían entre él y la consecución de su sueño.
Una
vez más, pero esta vez más intensamente, el recuerdo de la muchacha del mercado
volvió a perseguirle, recordándole que aquel jardín de flores y hoyos no iba a
ser todo lo bonito que aquella mujer podía esperar. Se sintió fracasar. Perdió
la esperanza y la imagen de aquel colorido jardín se desvaneció en el fondo del
pozo de su tristeza como un guijarro arrojado a un estanque, no sin antes
sacudir la superficie del agua a su paso. Vinieron las lluvias y con ellas las lágrimas,
y aquel hombre ilusionado, intrépido soñador y jardinero imprevisto abandonó en
una esquina de su cabaña la pequeña azada y el saquito todavía lleno de cientos
de semillas. Las flores siguieron germinando, pero el jardín no quedó completo.
Tras
unos días grises de introspección e incómodo sosiego, el hombre se atrevió a
volver a mirar afuera, hacia la pradera sobre la colina tendida al pie de las
montañas. Descubrió allí a su jardín, aparentemente intacto, como expectante,
esperando a ser terminado. Al observar aquella bella estampa el jardinero
sintió una necesidad acuciante, inesperada y reconfortante, brotando sin
control de su interior: aquel sueño no podía morir así. No podía permitirse el
lujo de temer. No podía rendirse tan pronto, no sin antes concederse la
oportunidad de contemplar con sus propios ojos el resultado final de la
culminación de su sueño. Además, ¿cómo podía esperar que aquel jardín le
gustase a la mujer del mercado si ni siquiera él mismo era capaz de acabarlo y adorarlo?
Aquella
idea renovó su energía, su ilusión y su determinación. Y así fue como tomó por
segunda y última vez la pequeña azada y el saquito de semillas y se entregó con desvelo a la
tarea de cultivar su querido jardín. No volvió a preocuparse de los
topillos, los hoyos y las manchas oscuras tejidas en el tapiz de sus sueños. Al
fin y al cabo, eran ellas las que le habían hecho ver la realidad y la verdad
de una forma que no había valorado nunca antes.
Así
fue como aquel hombre jardinero culminó la creación de su jardín y con ella, la
realización de su sueño. Y no se preocupó de las adversidades, sino que simplemente puso toda su voluntad y su corazón en esforzarse en fertilizar y hacer crecer con vigor e intensidad cada una de
las flores que hicieron de aquel el tapiz con los colores más hermosos del mundo.
Sólo
así, se dijo, sería capaz de crear una belleza digna de ser amada. Sólo así
sería capaz de transmitir a la mujer del mercado la belleza que inundaba su alma y que, desde aquel momento, inundaba también el antiguo verde de su
pradera.