sábado, 28 de noviembre de 2015

El jardín de la vida

Érase una vez una tierra lejana llena de colinas a los pies de las montañas, de prados y bosques, de colores verdes de todas las tonalidades imaginables. En una de esas colinas había una cabaña, y junto a la cabaña se extendía una bonita pradera que se dejaba caer en los límites de la colina. En la cabaña vivía un hombre que se contentaba con subsistir con lo que la naturaleza le ofrecía, pasando sus días sumido en ensoñaciones y fantasías.

Alrededor de la casa, justo antes de donde nacía la hierba, crecían desafiantes una hermosa multitud de flores blancas, amarillas, azules, violetas, rosas y rojas, delimitando el perímetro de toda la cabaña y, de alguna manera, dejando claro que en aquel rincón habitaba una peculiar manifestación de la belleza.

Una mañana, el hombre que vivía en la cabaña tuvo un sueño. Un sueño que le hizo viajar muy lejos de su cabaña, de su pradera, su colina y sus montañas, pero que inevitablemente le recordó lo maravillosas que eran las flores que se esparcían alrededor de su cabaña. Fue por eso que a la mañana siguiente, al despertar, decidió que se convertiría en jardinero para transformar el prado junto al que se alzaba su cabaña en un jardín hermoso lleno de todas las flores que protegían su morada.

Se puso en marcha poco tiempo después, pues el trayecto hasta pueblo era largo y le llevaría buena parte del día. Cuando lo alcanzó, la tarde empezaba a caer sobre aquella parte del mundo. El hombre temió no haber llegado a tiempo antes de que el mercado cerrase, pues entonces no tendría la oportunidad de conseguir las semillas que necesitaba para hacer crecer las flores de su flamante soñado jardín.

A pesar de todo, tuvo la suerte de alcanzar el puesto de flores y semillas justo a tiempo. La mujer que estaba a cargo del puesto estaba comenzando a recoger la enorme colección de bolsitas y pequeños tiestos de barro que adornaban su lugar diario de trabajo, aportando color y alegría para teñir la melancolía que amenazaba con hacerse dueña de su pasión más preciada.

Sorprendida por la tardía llegada de aquel hombre y especialmente por la ilusión y la vehemencia con la que escogió, meticulosamente, cada una de las bolsas de semillas que quería, se atrevió a preguntarle el porqué de su prisa y su necesidad tan acuciante.

La noche había caído ya, así que la muchacha invitó al hombre recién convertido en jardinero a su casa para así poder escuchar con sosiego y calor atento la historia de la pradera que se convertiría en jardín.

Durante horas conversaron, primero del jardín, luego de la pradera, de la cabaña, las montañas; pero también de las semillas y las flores, del mercado, del calor del fuego y hasta de la vida y de los sueños.

Fue tan apacible, suave y fluida la conversación que el amanecer sorprendió a ambos con las miradas cansadas pero sonrientes, los corazones contentos y la chimenea llena de las cenizas de un montón de troncos para entonces ya deshechos.

Ambos se despidieron, pues el hombre quería regresar cuanto antes a su cabaña de la pradera para empezar a cultivar su ansiado y bello jardín. Emprendió el camino a casa con un macuto al hombro repleto de las semillas de lo que serían sus flores, y aunque en aquel momento no lo percibió, cargaba también consigo el terrible y hermoso peso de las semillas que más tarde se convertirían en sus verdaderos sueños.

Durante el trayecto de vuelta tuvo tiempo para rememorar lo acontecido durante el día anterior. Se sintió muy sorprendido, pero a la vez afortunado de haber conocido a aquella mujer del mercado. Agradeció internamente haber tenido la idea de cultivar su propio jardín, pues gracias a aquel sueño había encontrado una razón para bajar al pueblo y así había hecho posible conocerla. Feliz, se descubrió a sí mismo pensando que le encantaría tener la oportunidad de quemar un árbol entero con tal de poder volver a hablar con ella a la luz y al calor del fuego.

Sumido en sus ensoñaciones alcanzó al fin la cabaña, y enseguida comenzó a plantar las semillas de sus flores en la pradera que la rodeaba. Quería poder disfrutar de la visión de ver al fin su sueño reflejado en el jardín cada vez que abriese la puerta al exterior. Con ayuda de una pequeña azada fue decidida y meticulosamente plantando de forma estratégica cada una de las diferentes semillas, asegurándose de que la distribución fuese la adecuada para que al germinar, juntas tejiesen un tapiz lleno de vibrantes colores.

Trabajó sin descanso durante varias mañanas y varias noches, incesante, consciente de la tarea que tenía entre manos y seguro en cada uno de sus movimientos. Los días transcurrían y la pradera comenzó a llenarse de flores. El jardinero se sintió entonces tremendamente feliz y reconfortado al contemplar cómo su ilusión y esfuerzo recibían su anhelada recompensa ante la visión de aquel maravilloso espectáculo.

Y fue así, en una de aquellas concienzudas revisiones del tapiz que lentamente tejía y hacía crecer de la tierra, cuando le asaltó un travieso pensamiento, uno que sacudió por completo su interior e hizo a toda aquella paleta de colores palidecer por un fugaz instante.

¿Le gustaría aquel jardín, las flores, el orden y los colores, a la mujer del mercado?

Fue sólo un pensamiento, una idea absurda. Una que, sin embargo, inoculó el germen de la duda en la mente y el corazón del jardinero. Una que lo cambió todo.

Aquel hombre siguió entregado a su tarea y continuó plantando semillas en lo que pronto se convertiría en el jardín más bonito del mundo; en el sueño más hermoso de toda una vida. Pero ya no lo hacía igual que antes. Había una desasosegante duda acechándolo desde los rincones más oscuros y lejanos de su mente, nublando su visión y apenando su corazón. El jardinero comenzó a pensar que, a pesar de su tesón, su entrega y su esmero, aquel jardín podía no ser lo suficiente hermoso para la mujer del mercado. Quizá, a pesar de haberlo soñado, imaginado, deseado y realizado, podía no ser suficiente. Aquella idea lo dejó devastado.

Quién sabe si a causa de sus dudas, su inseguridad o sus miedos; o quizá simplemente fue culpa del azar, pero una mañana el hombre descubrió que algunas de las flores que ya habían comenzado a crecer de la tierra habían desaparecido, dejando en aquella hermosa alfombra manchas oscuras donde primero sólo había existido el color. Al acercarse se percató de que la tierra había sido agitada, removida y donde él había depositado una semilla ahora había un hoyo. Contó uno, dos, tres, cuatro… y hasta decenas de ellos. Y al acabar, se lamentó y maldijo a todos los pequeños topillos que habitaban tranquilamente bajo el suelo de su cabaña y su pradera, que nunca le habían molestado pero que ahora se interponían entre él y la consecución de su sueño.

Una vez más, pero esta vez más intensamente, el recuerdo de la muchacha del mercado volvió a perseguirle, recordándole que aquel jardín de flores y hoyos no iba a ser todo lo bonito que aquella mujer podía esperar. Se sintió fracasar. Perdió la esperanza y la imagen de aquel colorido jardín se desvaneció en el fondo del pozo de su tristeza como un guijarro arrojado a un estanque, no sin antes sacudir la superficie del agua a su paso. Vinieron las lluvias y con ellas las lágrimas, y aquel hombre ilusionado, intrépido soñador y jardinero imprevisto abandonó en una esquina de su cabaña la pequeña azada y el saquito todavía lleno de cientos de semillas. Las flores siguieron germinando, pero el jardín no quedó completo.

Tras unos días grises de introspección e incómodo sosiego, el hombre se atrevió a volver a mirar afuera, hacia la pradera sobre la colina tendida al pie de las montañas. Descubrió allí a su jardín, aparentemente intacto, como expectante, esperando a ser terminado. Al observar aquella bella estampa el jardinero sintió una necesidad acuciante, inesperada y reconfortante, brotando sin control de su interior: aquel sueño no podía morir así. No podía permitirse el lujo de temer. No podía rendirse tan pronto, no sin antes concederse la oportunidad de contemplar con sus propios ojos el resultado final de la culminación de su sueño. Además, ¿cómo podía esperar que aquel jardín le gustase a la mujer del mercado si ni siquiera él mismo era capaz de acabarlo y adorarlo?

Aquella idea renovó su energía, su ilusión y su determinación. Y así fue como tomó por segunda y última vez la pequeña azada y el saquito de semillas y se entregó con desvelo a la tarea de cultivar su querido jardín. No volvió a preocuparse de los topillos, los hoyos y las manchas oscuras tejidas en el tapiz de sus sueños. Al fin y al cabo, eran ellas las que le habían hecho ver la realidad y la verdad de una forma que no había valorado nunca antes.

Así fue como aquel hombre jardinero culminó la creación de su jardín y con ella, la realización de su sueño. Y no se preocupó de las adversidades, sino que simplemente puso toda su voluntad y su corazón en esforzarse en fertilizar y hacer crecer con vigor e intensidad cada una de las flores que hicieron de aquel el tapiz con los colores más hermosos del mundo.

Sólo así, se dijo, sería capaz de crear una belleza digna de ser amada. Sólo así sería capaz de transmitir a la mujer del mercado la belleza que inundaba su alma y que, desde aquel momento, inundaba también el antiguo verde de su pradera.



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