Los prolegómenos que preceden a
la realización de cualquier viaje hacen de la planificación un camino lleno de
emociones, estimulantes e ilusiones. Todo se antoja nuevo - y de hecho, lo es -,
hasta tal punto que la mera posibilidad de llevarlo a cabo es ya en sí misma
una motivación causante de extrema felicidad.
Cuando llega la hora de partir,
de comenzar a andar, ante el camino que se extiende a tus pies sólo estás tú,
por increíble que parezca. Tú, sí, y lo que llevas contigo. El equipaje
personal y emocional que te hace ser lo que eres, como eres, ansiar lo que
ansías, buscar lo que buscas, disfrutar de lo que disfrutas. Y esa vez, por ser
el comienzo del viaje, llevas también el resultado de todos los momentos que te
prepararon para estar ahí, en ese instante, dispuesto a comenzar la aventura.
Entonces das un paso y después
otro, y otro más. Es así como empiezas a caminar, concluyes un capítulo y
comienzas otro. El sueño deja paso a la realidad; el viaje deja de ser un ideal
y se convierte en algo vívido. Comienzas a vivir el sueño. Comienzas, al fin, a
vivir el viaje.
Ocurre algo, sin embargo, que no
te esperas y que no estaba en tus planes: la realidad que durante mucho tiempo
fue tan sólo un sueño comienza a evolucionar de forma autónoma e independiente
de ti y de todas las ideas preconcebidas, deseos e, incluso, expectativas casi indeseadas. A pesar de la planificación y de todo lo que imaginaste antes de llegar al lugar en el que te encuentras ahora, la realidad se aleja de
la idealidad de tu sueño.
Y es normal porque, al fin y al
cabo, los sueños no existen más que en la mente de aquel que osa darles cabida
en su interior. En ese instante te percatas de cuán insuficiente es el equipaje
que has cargado contigo. Nada te preparó para pasar del sueño al mundo real y
tú, ingenuo de ti mismo, pensaste que podías predecir cómo iba a funcionar
esto.
Vivir el sueño trae consigo tener
que paladear un aparente sabor agridulce en cada pedazo de cada experiencia; en
sentir decepción, insatisfacción, falta de plenitud, tristeza quizá, nostalgia,
melancolía, añoranza, miedo, angustia, inseguridad... Vivir el sueño es,
precisamente, aprender a convivir con su propio alter ego, el auténtico y verdadero,
aceptarlo, asumirlo y, con el tiempo, aprender cómo valorarlo y apreciarlo.
Sí, así es. El comienzo del viaje
es duro y está lleno de sorpresas; progresivamente él se va adaptando a ti y tú
aprendes a hacerlo con él en una suerte de relación mutualista que os lleva a
ambos, transcurrido un tiempo a veces injustamente largo, a reconoceros el uno
en el otro y encontrar, al fin, algo maravillosamente parecido a la armonía.
Sin darte cuenta el tiempo va
haciéndose tuyo y lentamente la luz se adueña de la oscuridad que invadió ese
espacio de tu mente reservado para la felicidad, la alegría y la emoción.
Nuevos colores desplazan a los diferentes tonos de gris, aparecen matices que
obviaste al principio, texturas que no eras capaz de percibir, y la realidad de
ese sueño largo tiempo idealizado adquiere los matices estéticos que
merece, reflejando así que después y a pesar de todo, vivir el sueño es tan
emocionante como soñarlo.
Pero, por encima de cualquier
cosa, es infinitamente más real, más verdadero, más auténtico, más fiel, más
humano, más emocionante, más instructivo.
Y sí, mucho más bonito.