Cuando te rodea la oscuridad.
Cuando sólo hay silencio.
Cuando te proteges bajo la calidez de un edredón.
Cuando todo es blando, suave y está en calma.
Cuando cierras los ojos...
Te pierdes. Sucede lo imposible; lo que no tiene sentido ni razón de ser, lo que no puede pasar; lo que es tan sólo imaginable.
Lo que únicamente existe en las infinitas y maravillosas profundidades de tu mente, lo que habita en sus rincones más escondidos. Lo que desaparece fuera de ella; lo que es incapaz de soportar un rayo de sol con la llegada de cada nuevo amanecer.
Lo que se extingue tan rápido como un relámpago en una noche de tormenta.
Un sueño.
Y entonces, te pierdes. Te abandonas. Te dejas mecer por ese dulce vaivén tranquilo que te lleva a un lugar mejor. Un lugar lejano que sólo existe en ese preciso instante.
Tus manos se pierden, tus labios se pierden... De tu boca salen palabras que no recuerdas; tus oídos captan frases que al poco se desvanecen; por tus ojos circulan rápidas mil imágenes que no aciertas a grabar en la memoria.
Todo es fugaz, brillante y extraordinariamente extraño.
Pero eres feliz allí, porque lo tienes todo y nada más. No necesitas más.
Algo dentro de ti sonríe sin medida.
Paz.
Y entonces, te despiertas.
El hechizo se rompe; la magia desaparece.
Intentas aferrarte a la inconsciencia desde un lugar demasiado vívido, demasiado real, demasiado tangible.
Y cuando te das cuenta de repente de que todo se acabó para siempre, eso que habitaba dentro de ti y que hasta hace no mucho antes sonreía, ahora se rompe.
Porque no hay nada ni nadie donde perderse.
Porque estás solo.
Y entonces, duele.
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