miércoles, 30 de agosto de 2023

Ciento veinte noches en la ciudad sin nombre

Me resulta fascinante analizar el vínculo que establecemos, a veces tácitamente, con ciertos lugares que por una razón u otra se convierten en especiales para nosotros.

Guardamos recuerdos de rincones, instantes, días, tardes y noches; una cena a la luz tenue de las velas, un paseo por un parque, un helado o un café, un desayuno en una mañana fría de enero, un concierto, un beso robado a un susurro al abrigo de una bufanda y al amparo del paño de un chaquetón de invierno…


Nos identificamos con lo que hacemos, vemos, con lo que sentimos… en definitiva, con lo que fuimos cuando nos hicimos cómplices de los secretos ocultos en las calles de nuestra ciudad sin nombre.


Todos esos momentos se entretejen para conformar un lazo de apego que el paso del tiempo transforma en arraigo y sentimiento de pertenencia. Tal vez lo que desarrollamos es devoción por el atardecer que tiñe de ámbar y ocre las fachadas y los balcones; nos dejamos imbuir por la sensación de libertad que otorga el saberse conocedor de lugares poco comunes, pasadizos privados donde las miradas queman y la piel se estremece.


Perderse para encontrarse, como el visitante ocasional que se ve sorprendido ante el hallazgo inesperado de un hogar. Así, tus ojos se acostumbran a ver el mundo bajo un filtro de añoranza que te hace crear un vínculo con ese lugar: tú eras allí; aquel lugar te hacía ser.


¿Qué sucede cuando las circunstancias cambian, y la realidad te empuja en dirección contraria, lejos de las promesas y los sueños caducos?


¿Soy yo quien mira a la ciudad con otros ojos, o es ella quien, desafiante, me interroga silenciosamente sobre lo que ahora soy y siento? ¿Es mi mirada triste lo que queda al traer de vuelta su crepuscular recuerdo? ¿Es, tal vez, la luz, los árboles, el olor del aire… quien me transporta a aquel pretérito pluscuamperfecto, o es que simplemente soy esclavo de mis pensamientos?


¿Fui yo en ella, o fue ella gracias a mí?


No encuentro respuesta a tantas preguntas; tan solo rescato la certeza de que, al regresar, soy incapaz de darle la espalda, rehuirle la mirada… y fracaso al pretender creer que lo que fui y sentí aquí no me hizo llegar, de alguna caprichosa manera, a donde me encuentro ahora.


Sentado, a la luz del sol de la tarde, en una plaza de la ciudad sin nombre.



lunes, 21 de agosto de 2023

Inventario de cicatrices

De entre todas las cosas que se rompen en la vida, pocas duelen más que las promesas no cumplidas y los sueños condenados a vagar por un futuro que nunca será más que un recuerdo abandonado en el tiempo.


En el dolor, que es a la vez tren y compañero de vagón, solemos mirar hacia afuera, a través de las ventanas, para contemplar el paisaje desolador de todas las esperanzas truncadas del mundo. Al alzar la mirada al cielo cubierto de nubes, en busca de un atisbo de ilusión, de un rayo de sol que se cuele entre el espeso manto gris e ilumine un día oscuro y triste, el peso de la realidad se abalanza sobre ti y te sacude con una fuerza desconsiderada, implacable.


De entre todas las cosas que duelen, son las ruinas de la realidad las que, al recorrerlas, nos revelan la profundidad del vacío que permanecía inadvertido hasta entonces, y de la soledad que te abrazaba sin que de ello te percatases.


Las ruinas del presente condenan a hacer balance de daños; a colocarse frente a un espejo y, por vez primera, forzarse a mirar hacia adentro en vez de hacia afuera: a emprender el viaje hacia el interior de lo que de verdad eres y sientes. Firmar un pacto de no agresión con tu lado más frágil, débil y humano para conocerte a ti mismo, a tus fantasmas y a tus más profundos anhelos. Es bajar al barro, pelear, hacerte daño y salir airoso -magullado y herido, pero vivo-.


Lo que está roto, muerto, ya no puede morir. Cuando la vida decida abrirse paso para volver a echar raíces, recuperar su lozanía y resurgir de entre el polvo y los escombros, tú serás otro y el dolor se habrá convertido en una parte inherente a lo que serás entonces. Una cicatriz más en la piel de la memoria.


El dolor es el peaje; la soledad es el camino y la ilusión el motor de la complacencia del necio.