De entre todas las cosas que se rompen en la vida, pocas duelen más que las promesas no cumplidas y los sueños condenados a vagar por un futuro que nunca será más que un recuerdo abandonado en el tiempo.
En el dolor, que es a la vez tren y compañero de vagón, solemos mirar hacia afuera, a través de las ventanas, para contemplar el paisaje desolador de todas las esperanzas truncadas del mundo. Al alzar la mirada al cielo cubierto de nubes, en busca de un atisbo de ilusión, de un rayo de sol que se cuele entre el espeso manto gris e ilumine un día oscuro y triste, el peso de la realidad se abalanza sobre ti y te sacude con una fuerza desconsiderada, implacable.
De entre todas las cosas que duelen, son las ruinas de la realidad las que, al recorrerlas, nos revelan la profundidad del vacío que permanecía inadvertido hasta entonces, y de la soledad que te abrazaba sin que de ello te percatases.
Las ruinas del presente condenan a hacer balance de daños; a colocarse frente a un espejo y, por vez primera, forzarse a mirar hacia adentro en vez de hacia afuera: a emprender el viaje hacia el interior de lo que de verdad eres y sientes. Firmar un pacto de no agresión con tu lado más frágil, débil y humano para conocerte a ti mismo, a tus fantasmas y a tus más profundos anhelos. Es bajar al barro, pelear, hacerte daño y salir airoso -magullado y herido, pero vivo-.
Lo que está roto, muerto, ya no puede morir. Cuando la vida decida abrirse paso para volver a echar raíces, recuperar su lozanía y resurgir de entre el polvo y los escombros, tú serás otro y el dolor se habrá convertido en una parte inherente a lo que serás entonces. Una cicatriz más en la piel de la memoria.
El dolor es el peaje; la soledad es el camino y la ilusión el motor de la complacencia del necio.
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