Hace diez años, cuando cambiaba de década, me dije a mí mismo que sería interesante escribirme una carta el día de mi cumpleaños para hacer balance de mi vida hasta entonces; para valorar quién era y dónde estaba, de dónde venía y hacia dónde iba… Luego, metería esa carta en un sobre, lo cerraría y no volvería a abrirlo hasta pasados cinco, diez años… y me reencontraría entonces con mi yo del pasado allá dondequiera que el futuro tuviese a bien guardarme un sitio.
Jamás lo hice, y siguiendo mi exasperante tendencia natural a la dejadez inconsecuente, me lo seguí repitiendo año tras año hasta que, sin darme apenas cuenta, me topé de bruces con una década nueva por estrenar y muchas ideas que se quedaron sin plasmar tras cada 9 de marzo en aquellas hojas de papel.
Nunca he dejado de mirar atrás y probablemente nunca deje de hacerlo, pero no tendría sentido ahora pensar en la carta que pude haber escrito a los veinte cuando no fui capaz de escribirla en los nueve años que vinieron después.
Mirar atrás, sin embargo, siempre me ofreció una visión reconfortante de lo que había sido de mí hasta entonces, no cabiendo en mí más que la alegría y el agradecimiento por todo lo que la vida me había ofrecido y deparado, y la esperanza de nunca dejar de sentirme tan sumamente afortunado.
Mi última vuelta al sol ha sido la más oscura de todas, y quizá por vez primera echar la vista atrás no me ofrece mucho más que dolor y pánico; me infunde una sensación de angustia y desesperación que amenaza con arrastrarme de vuelta a ese pozo negro del que aún no soy capaz de alejarme del todo.
Hace unas semanas despedía mis felices, únicos y últimos, años veinte rodeado de aquellas personas que han sido mástil y ancla en mis momentos más oscuros, que aun estando lejos he sentido cerca y que después de casi toda una vida (o una fracción de ella; ¡qué más da!) me han demostrado que gracias a ellas yo soy yo y estoy aquí por ello y, también en parte, por ellos. Y como ellas, muchas otras que por circunstancias no aparecen representadas pero sin las cuales el cuadro de mi vida no tendría la que, para mí, es la más perfecta y maravillosa paleta de color posible.
Con el cambio de hora abandonamos el letargo del invierno, los días grises languidecen ante la fuerza renovada de la luz del día y la vida le gana poco a poco la lucha a la oscuridad.
Marzo, mi marzo, me ha recordado que la vida está llena de pequeños y grandes momentos; de esperanza, sueños y promesas por cumplir y, por encima de todo, de una oportunidad continua para hallar la razón - o razones - por la(s) que siempre merecerá la pena alzar la mirada al cielo, respirar profundo y sonreír.
Que esta nueva década sea, como la puerta abierta de mi nuevo hogar, el umbral hacia lo que sea que tenga que venir; la siguiente etapa de esta aventura donde, espero, no me falten todas esas cosas preciosas que me han traído hasta este preciso e irrepetible instante.
Gracias; treinta años de veces de gracias.
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