sábado, 26 de abril de 2014

Apología de un sueño

Recuerdo ahora, desde una esquina en la memoria, con una sensación encontrada de nostalgia y alegría, cada uno de los detalles que hicieron de ti una joya perdida en el tiempo.

Nunca llegaste a entender lo que eras, lo que realmente eras para mí por aquel entonces. O quizá sí, y por eso hiciste lo que hiciste. No sé si puedo culparte porque yo en tu lugar quizá hubiera hecho lo mismo. Pensándolo bien, aún hoy me asusto de mí mismo cuando evoco todo lo que sentía cuando estabas a mi lado, así que tal vez la sorpresa fuese demasiado grande como para que pudieras soportarla.

Da igual. El caso es que esta noche, no sé muy bien por qué, me ha apetecido recordarte en toda tu extensión y en toda tu dimensión. Me apeteció volver a alumbrar con una luz menos viva ya pero más experta lo que todavía sigue escondido en mi cabeza, grabado para siempre en un lugar del cual me siento muy orgulloso de poder visitar, para mi propia y perenne tortura.

Resulta que te recordé. Repasé, mental -y quizá no tan mentalmente- cada detalle que conseguí dejar plasmado en mi retina. Recordé tu pelo, el maravilloso, sedoso y hermoso danzar de tu pelo al sol, el perfume único con el que decoraba el aire a su paso, la forma en la que lo mesabas, con mimo y con decisión, para resaltar al máximo todo su esplendor. Recordé tus ojos y tus labios, cada línea, cada arista de tu rostro trazada con esmero por un escultor magnífico; recordé que había un mar sin agua donde me solía perder con frecuencia, que era oscuro y a veces claro pero fascinante siempre. Me permití el lujo de rememorar ese otro paraíso perdido donde solía encontrar un abrazo cálido, húmedo, desafiante y fuerte, que pugnaba por demostrar que era más más atrevido y más dulce...

¿Por qué hago esto? ¿Por qué me hago esto?

Seguí, sin parar, trayendo de vuelta una imagen de tu nariz, de tu pequeña y graciosa nariz que gustosa se dejaba con frecuencia acariciar con delicadeza; de tus orejas, únicas porque siempre estaban dispuestas a escuchar hasta lo más absurdo que se me ocurriese susurrar.

Tantas imágenes hicieron nacer en mis ojos un pequeño arroyo que conforme descendí evocando tu cuello se transformó en un torrente furioso que dejó de poder ser controlado. Tu cuello... No habrá en el mundo palabra para describirlo. Jamás. Seguí bajando para sorprenderme otra vez, como siempre hago y siempre (me temo) haré, con los trazos rectos, ondulados y curvos de una escultura tan bella que ofendía a la propia belleza y hacía a los ojos temblar de dolor. No era perfecta pero para mí era inigualable. A pesar de ello, sabes muy bien que lo soporté porque habría sido un pecado no contemplarte hasta la saciedad, hasta desgastarte. Quizá eso fue lo que hice, al fin y al cabo.

No hablaré del mapa de tu cuerpo porque ni la Tierra misma es capaz de acumular tal variedad de orografía, salvaje y abrupta, pero sí me dejarás que me deleite un momento con la visión hermosa de las montañas, las colinas, las llanuras, los valles y los bosques que culminaban en el mar. No me perderé nunca más en un lugar tan increíble.

Por encima de todo estaba tu espalda. La onda que nacía en tu costado y se abalanzaba como una ola hasta alcanzar tu cintura, y más abajo. Recuerdo haber recorrido el páramo yermo de la piel de tu espalda tantas veces con mis dedos que hasta la carretera más larga del mundo se empequeñece al compararla con la extensión de tu espalda. El Universo es infinito y no estaba arriba en el cielo sino allí mismo, en ti.

Y por último estaban tus piernas y tus pies, esos pies dulces que te hacían caminar por este paraíso que es la vida. Esos pies que peleaban con los míos durante muchas noches y mañanas, al morir y al nacer de los días, deseosos de seguir juntos un camino que, ingenuamente creían, nunca se separaría.

Lo hizo...


Heme aquí ahora, destrozado con la compañía y presencia de los recuerdos, intentando comprender demasiados porqués y muy pocos qués de lo que ocurrió entre y con nosotros. Desconozco dónde estarás ahora y si serás feliz, como eras antes, o al menos un poco menos, o quizá mucho más. Me deshago lentamente al pensar en todo lo que fue y ya no es, en todo lo que pudo haber sido; y casi me quiero morir por ello pero en el último instante recurro a la poca cordura que me queda y me insto a no morir. A no morir para recordar, porque si me voy te olvidaré y eso es algo que no estoy dispuesto a hacer. No entregaré mi más preciado tesoro.

Desde hace mucho tiempo peleo contra la vida y contra mí mismo en una lucha extenuante que no ganaré nunca y de la que he salido humillado y derrotado mil y una veces, pero soy un necio que no aprende y no lo hará jamás.

Déjame escribir esto hoy que aún lo recuerdo. Déjame que lo recuerde para que también te recuerde a ti al hacerlo. Déjame hacerme daño de la forma más dolorosa que pueda.

No me lo impidas... porque así me aseguraré de estar contigo una última vez más.

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