Solía entristecerme con la llegada del frío. Decir adiós al sol y al calor me costaba mucho; más aún pensar en el inevitable encierro que al que exige el invierno. No podía evitar sentir que la vida comenzaba a atenuar su fuerza, a dejar de brillar tanto y a apagarse, en cierto modo. La sensación de ponerse más capas encima para combatir el día y la noche no dejaba lugar a la duda.
Esta vez es diferente. O soy yo el que es diferente, porque al fin y al cabo el final del verano y la llegada del otoño no es algo que esté sucediendo por primera vez. Ahora soy yo el que se adapta mejor al ciclo habitual. ¿Y por qué? Pues quizá porque ya no me apetece hacer las cosas como las hacía antes. No todas, al menos. Normalmente me hubiera gustado desafiar a la estación y vivir con un sol y un calor propios que estaban lejos de ser normales para la época en la que nos adentramos. No me fue mal, pero también aprendí a percatarme de que no es así como la vida traza el curso de sus propios acontecimientos.
Aquí estoy entonces, deseando sentir el frío en la cara y en las manos y la necesidad de cobijo en el corazón. Quiero un buen abrigo, unos guantes y una bufanda. No me apetece saltar ni gritar, ni siquiera interiormente, sino que me apetece vivir conforme a lo que toca en este instante. No es tiempo de hacer alardes innecesarios y absurdos sino de saber adaptarse y ser paciente.
Los cambios son necesarios; más aún si te ayudan a avanzar para dejar atrás algo que no aporta nada. El camino se extiende como siempre a mis pies y yo lo sigo, pero no intento ni por un instante alejarme de él ahora.
Deséame buena suerte.
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