Me acerqué lentamente abriendo una senda entre volutas de humo hasta el rincón esperado donde aguardaba una figura parcialmente oculta en la oscuridad y parcialmente iluminada por el único rayo de sol que se atrevía a internarse en aquel ambiente neblinoso y gris. Al percibir mi llegada la figura giró la cabeza y en ese instante alcancé a percibir, en toda su dimensión, la fuerza vital que había abandonado a aquel hombre que un día fue un canto a la vida hecho carne. Me dedicó una sonrisa fugaz que ahora, tiempo después, no sé si llegó a esbozar en realidad. Quizá fueran mis ganas de volver a ver aquella alegría radiante emanando de él lo que me llevó a verlo sonreír; o quizá, simplemente, fuese yo el que sonrió al verlo después de tanto tiempo.
Me senté frente a él y al instante una mano surgió a mi espalda y depositó en la mesa que nos separaba dos copas llenas con un líquido transparente, hielo y una piel de lima. Me resultó grato comprobar que a pesar de lo convencional de sus gustos, mundanos y simples como los de todos, siempre trataba de aportar y mantener ese toque distintivo y elegante que los dotaba de un sentido y un significado especial, asumido como normal en él pero que constituiría un acto de pretenciosidad y arrogancia en cualquier otro, pues era algo acorde a lo que él era y a cómo era. No había perdido eso, y me alegré por ello.
Habiendo brindado en un cómodo y completo silencio, no sólo por su opacidad, quiero decir, sino por lo necesario que resultó, nos miramos a los ojos y en ese momento cerré los míos e incliné la cabeza para mostrarle que estaba preparado y más que dispuesto para comenzar a escucharlo. Alejé de mi mente todo lo que hasta entonces me había importado y la convertí en un libro en blanco. A mis oídos dejó de llegar ruido alguno, como si de repente el humo del bar se hubiese convertido en plomo para aislarnos del mundo.
Volvimos a mirarnos y bebimos un poco más, a tragos cortos, casi nerviosos, el gin tonic que compartíamos y poco después mi compañero posó la copa sobre la mesa, quedando los dedos de su mano izquierda jugueteando con el pie del cristal. Alzó por última vez la mirada y el reflejo del sol en sus ojos arrancó un auténtico chispazo de aquella, su felicidad perdida. Se mordió el labio inferior, quizá en un intento inconsciente de apiadarse de mí, o tal vez de él mismo, y pronunció una sola palabra:
- Imagina...
Imaginé lo que representaron muchos días de una soledad y vacuidad significativa y casi incomprensible, caminos que se pisaron para llegar a ningún sitio e instantes que, aun siendo parte constituyente de un presente de valor incalculable, carecieron del sentido que naturalmente debieron poseer y quedaron relegados a un lugar en el pasado que cada vez será más difícil recordar.
Imaginé lo que supuso escribir una historia en comunión con la única compañía del pensamiento propio, en la que las fronteras y los horizontes se trazaron tan lejanas como se deseó en cada momento y donde los muros que se alzaron fueron únicamente construidos para protegerla de una amenaza fantasma oculta en el exterior. Fueron tantos los días que sirvieron de inspiración para escribir esa historia que, con el tiempo, fue ganando en profundidad, en complejidad y en valor. Fue así como esa historia se convirtió en una guía de viaje, en un mapa y en una brújula que orientaron los pasos de una vida en la búsqueda de su más preciado ideal.
Imaginé también lo que fue construir castillos en el aire, lo fácil que resultó hacerlo y el golpe que supuso verlos caer. Sufrí al imaginarlo y lloré al imaginarlo; pero al mismo tiempo todo mi ser quiso gritar de alegría y felicidad al poder ser capaz de imaginar y soñar hasta tal punto, sin límite y colmado por una ilusión que nunca antes había sentido en mi interior.
Imaginé entregarme con devoción a un sentimiento, condicionando toda mi existencia a él, entregándome a él, viviendo por él. Imaginé cómo me comprometía con la vida, con lo que es y lo que significa, abrazando a la intensidad como adalid de mi modus vivendi particular y afrontando cada día como si fuese el único que quedase sobre la faz de la Tierra para mí.
Imaginé mil días de felicidad y otros mil de tristeza. Imaginé días azules y días grises; días de sol y de nubes; días de alegría y días de melancolía. Imaginé una vida, su principio y su final, y también la senda tendida entre ese principio y ese final.
Lo imaginé todo y fue maravilloso. Fue maravilloso imaginar.
Tras el último trago que vació la copa, el tiempo y el espacio parecieron volver a adueñarse del mundo, y volví a tomar conciencia de dónde me encontraba. Mi compañero se aclaró la garganta y me dijo en apenas un susurro:
- Ahora, vive.
Y entonces la realidad me golpeó sin remedio y sin control. Me quedé sin aliento y un agujero comenzó a abrirse en mi pecho, amenazando con succionar todo lo que había dentro de mí. Parecía que la estrella que hasta un instante antes habia tenido delante había explotado en apenas un segundo para dar paso al vacío más negro y opresivo imaginable. Me sentí morir.
Al vivir me di cuenta de que aquella historia estaba escrita por una sola persona, una sola mente, una sola voluntad, un solo pensamiento, una sola soledad y una sola felicidad. Nada había en ella que dejase lugar para dos y la vida, al fin y al cabo, era justamente eso, una historia escrita para ser protagonizada por alguien más que únicamente tú.
Al vivir comprendí por qué mi compañero había sufrido tanto y había perdido tanto. Sentí una pena infinita por él, casi con la misma intensidad con la que él había imaginado y soñado, casi con la misma con la que me había hecho imaginar a mí. Comprendí todo lo que había perdido y por qué lo había perdido.
Fue una décima de segundo lo que nos miramos después de aquello, pero sólo en esa fracción fugaz e infinita de tiempo fui auténtica y completamente consciente de que quiso tanto y hasta tal punto que olvidó hacer de sus ilusiones y sus sueños caminos que le permitiesen alcanzar un destino común, común a otras ilusiones y otros sueños, un destino que pudiese ser compartido.
Fue tan intenso y tan profundo su deseo de soñar que escribió una historia de horizontes inalcanzables, llena de caminos que no pudieron sino ser divergentes de todos los demás.
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