jueves, 27 de agosto de 2015



Parece absurdo decir esto, pero vida no hay más que una, aunque tenemos la suerte de contar con oportunidades para vivirla bien cada día. Eso es precisamente lo que la hace tan valiosa y maravillosa. E irrepetible.

No siempre es fácil elegir con sabiduría, madurez e inteligencia, y ello puede empañar de momentos grises e incluso negros recuerdos que de otra manera deberían haber sido brillantes y hermosos.

Pero no pasa nada; no pasa nada porque hay algo que está por encima de todo eso, algo que hace a esos instantes empequeñecer y ayuda a que la memoria, afortunadamente y por una vez, pueda ser capaz de olvidarse de ellos para dejar espacio únicamente a todo lo que sí es bueno, bonito y merece la pena ser recordado.

Vivir no es fácil; no es fácil para quien vive consigo mismo porque es una tarea que requiere de mucho esfuerzo y sacrificio, y tampoco es fácil vivir para los demás porque el esfuerzo y el sacrificio a veces simplemente no son suficientes, porque no estás preparado o porque no tienes la suerte de saber transmitirlos.


No obstante, y por duro que resulte, siempre merece la pena. Y como ya hay demasiadas cosas feas y tristes en el mundo, yo quiero quedarme con lo que me importa de verdad, lo que egoístamente me importa de verdad y lo que egoístamente quiero recordar, porque es, ni más ni menos, todo lo que mereces.

Por eso hoy y siempre recuerdo y recordaré ese césped y ese árbol, y esas horas de la tarde en las que jugabas conmigo al fútbol en zapatos; tu sillón; mi canasta; una videoconsola; unas zapatillas; el coche que querías regalarme y el viaje que quisiste hacer conmigo.

Las cosas buenas no deben olvidarse nunca, deben estar por encima de todo: hacen de nuestra vida una experiencia inolvidable y no deben, jamás, morir cuando lo hace alguno de nosotros.

Gracias y hasta siempre.

viernes, 14 de agosto de 2015

Un lugar donde quedarse

Silencio y oscuridad.

La quietud de la noche era apenas rota por el ritmo periódico y pausado del aire saliendo de unos pulmones rebosantes de vida; la negrura reinante era tímidamente disimulada gracias a las pequeñas rendijas abiertas en la persiana, a través de las cuales se colaban sin mucha fuerza los primeros rayos de sol de aquella radiante mañana.

Un paisaje.

Una silueta dormida de lado, dejando que la pared velase por la seguridad de su espalda, abandonada al abrazo cálido y sanador del sueño, mecida en un vaivén dulce que la transportaba muy lejos de allí.

Un decorado.

Cabellos desparramados y una mente maravillosa reposando plácidamente sobre la almohada. El cuello, puente firme en la senda extendida entre la razón y el corazón, de terreno de piel suave, suavísima, tersa, sensible y delicada, desprotegida e indefensa ante el aire de la noche.

Un refugio.

La nuca, nacimiento de un mar de olas de cabellos traviesos e infinitud de emociones y pensamientos; hogar de sueños eternos y fuente del perfume más irresistible de todos.

Y al contemplarla, adorarla, conocerla y perderse en ella, se obra el milagro. Ojos cerrados. Respiración lenta. La oscuridad es completa y el silencio se hace impenetrable.

Surge entonces desde las profundidades de la imaginación una carretera tendida junto al mar y un coche recorriendo veloz la singularidad de su asfalto; una playa escondida en algún lugar donde el silencio es dueño del rodar de las piedras y el romper de las olas; un pueblo entre las montañas abierto al inmenso gigante azul con calles estrechas de esquinas traicioneras; una sala iluminada con luz tenue y un sofá tan cómodo y moldeable como una nube en mitad del cielo; una voz melodiosa y cantarina y una mirada limpia, grande y hermosa.

En el cuello, el latido de la vida y del corazón.

Perdido en aquel lugar, embriagado por el calor del abrazo del perfume más delicioso del mundo, toda la realidad perdió su consistencia y su existencia y yo me dejé arrastrar por aquella deriva inolvidable, porque era feliz allí, como si no hubiese nada más que mereciese la pena fuera de aquel lugar.

Aquel lugar...

Un lugar donde perderse.

Un lugar donde quedarse.




jueves, 13 de agosto de 2015

El día que me regalaron un puzzle y una despedida

Hace tiempo que decidí dejarme la vida en vivirla intensamente, en vivirla entera y en vivirla toda, desde el primer segundo de cada día hasta el último; en vivir cada momento y en vivirlo con quien merece la pena compartirlo.

Dar todo lo que tengo por hacer de cada instante un recuerdo alegre, feliz, hermoso o especial es una máxima para mí, y por ello me entrego y me vacío cuando así se requiere. Y lo hago sin darme cuenta porque es demasiado fácil hacerlo así; es demasiado bonito hacerlo así.

Es demasiado triste no hacerlo así, y quizá por eso tengo la sensación de que desde hace un tiempo ya no sé andar, como si nadie me hubiese enseñado a hacerlo nunca; como si ahora sólo fuese capaz de correr. Todo avanza terriblemente rápido y apenas puedo aprender a hacer que vaya más despacio. No obstante, algo me dice que quizá sea precisamente eso, el vivir todo y el exprimir el tiempo al máximo lo que esté haciendo que el camino a mis pies sea una estela casi borrosa que veo pasar ante mis ojos con rapidez.

Hay algo que a pesar de la velocidad a la que transcurre el tiempo no desaparece al mismo ritmo ni deja de aparecer, y hace que toda esta experiencia vertiginosa valga la pena tanto cuando va rápido como despacio, porque la llena de emoción y significado y la convierte en algo tan especial que es difícil describirla con palabras, y eso son los momentos y los recuerdos y los protagonistas de los momentos y los recuerdos. Los hay tan buenos y tan geniales que me siento increíblemente afortunado de que sean ellos quien escriban esta historia conmigo.

La vida es bella, es terriblemente hermosa y está hecha para vivirla con la cabeza, el corazón y los ojos bien, bien abiertos.

A mí me los taparon y me impidieron ver cómo sucedía algo asombroso, cómo desde la oscuridad mi realidad se fragmentaba en piezas de formas caprichosas que reflejaban una y todas sus partes a la vez. Cuando la tela que cubría mis ojos se retiró, en un instante que fue fugaz y eterno a la vez, cogido por sorpresa, temblando y llorando; saltando y riendo por dentro, feliz hasta el extremo, contemplé ante mí como todas las piezas se juntaban y formaban el puzzle más bonito que jamás pudieron regalarme.

Allí estaba, frente a mí, prácticamente en su totalidad reunida bajo un árbol protegida de la luz del sol, mi vida en forma de compañeros de viaje, protagonistas de mis días y mis noches, de mi pasado, mi presente y mi futuro, de mis alegrías, mis tristezas y mis sueños, juntos para ayudarme a dar un nuevo paso, quizá el más grande que haya dado nunca, y para decirme también que están ahí porque este camino que compartimos es bonito y lleva a un lugar especial, un lugar al que quieren llegar, quizá, conmigo.

Fue tremendamente emotivo comprobar cómo las diferentes partes de mi vida, que en lugares distintos y con personas distintas fueron tomando forma, se juntaron aquella tarde para dejarme construir ese puzzle maravilloso y ser protagonista de una despedida inolvidable.

Es duro marchar cuando dejas atrás tantas cosas buenas que merecen la pena, y aunque lo que se me ofrece ahora es una oportunidad irrepetible de seguir ampliando los horizontes de mi vida que aprovecharé y exprimiré tanto como he hecho con todo y con todos hasta este momento, sé que dejo aquí, algo dispersas durante un tiempo, las piezas de un puzzle que dentro de no mucho me moriré por volver a ver unidas de nuevo.

Es mucho más difícil partir cuando dejas tanto atrás, pero es todavía más fácil hacerlo cuando llevas contigo a tantas personas que te han enseñado a ser alguien mejor y a disfrutar mejor de cada segundo vivido, pues sabes que en cada instante futuro tendrás un recuerdo de ellas para impulsarte a no dejar de vivir con intensidad, incluso, en la distancia.


Gracias una y mil veces por la ilusión, el esfuerzo y las ganas, pero sobre todo por vuestra presencia.

Nos vemos pronto de nuevo.