Hace tiempo que decidí dejarme la vida en vivirla intensamente, en vivirla entera y en vivirla toda, desde el primer segundo de cada día hasta el último; en vivir cada momento y en vivirlo con quien merece la pena compartirlo.
Dar todo lo que tengo por hacer de cada instante un recuerdo alegre, feliz, hermoso o especial es una máxima para mí, y por ello me entrego y me vacío cuando así se requiere. Y lo hago sin darme cuenta porque es demasiado fácil hacerlo así; es demasiado bonito hacerlo así.
Es demasiado triste no hacerlo así, y quizá por eso tengo la sensación de que desde hace un tiempo ya no sé andar, como si nadie me hubiese enseñado a hacerlo nunca; como si ahora sólo fuese capaz de correr. Todo avanza terriblemente rápido y apenas puedo aprender a hacer que vaya más despacio. No obstante, algo me dice que quizá sea precisamente eso, el vivir todo y el exprimir el tiempo al máximo lo que esté haciendo que el camino a mis pies sea una estela casi borrosa que veo pasar ante mis ojos con rapidez.
Hay algo que a pesar de la velocidad a la que transcurre el tiempo no desaparece al mismo ritmo ni deja de aparecer, y hace que toda esta experiencia vertiginosa valga la pena tanto cuando va rápido como despacio, porque la llena de emoción y significado y la convierte en algo tan especial que es difícil describirla con palabras, y eso son los momentos y los recuerdos y los protagonistas de los momentos y los recuerdos. Los hay tan buenos y tan geniales que me siento increíblemente afortunado de que sean ellos quien escriban esta historia conmigo.
La vida es bella, es terriblemente hermosa y está hecha para vivirla con la cabeza, el corazón y los ojos bien, bien abiertos.
A mí me los taparon y me impidieron ver cómo sucedía algo asombroso, cómo desde la oscuridad mi realidad se fragmentaba en piezas de formas caprichosas que reflejaban una y todas sus partes a la vez. Cuando la tela que cubría mis ojos se retiró, en un instante que fue fugaz y eterno a la vez, cogido por sorpresa, temblando y llorando; saltando y riendo por dentro, feliz hasta el extremo, contemplé ante mí como todas las piezas se juntaban y formaban el puzzle más bonito que jamás pudieron regalarme.
Allí estaba, frente a mí, prácticamente en su totalidad reunida bajo un árbol protegida de la luz del sol, mi vida en forma de compañeros de viaje, protagonistas de mis días y mis noches, de mi pasado, mi presente y mi futuro, de mis alegrías, mis tristezas y mis sueños, juntos para ayudarme a dar un nuevo paso, quizá el más grande que haya dado nunca, y para decirme también que están ahí porque este camino que compartimos es bonito y lleva a un lugar especial, un lugar al que quieren llegar, quizá, conmigo.
Fue tremendamente emotivo comprobar cómo las diferentes partes de mi vida, que en lugares distintos y con personas distintas fueron tomando forma, se juntaron aquella tarde para dejarme construir ese puzzle maravilloso y ser protagonista de una despedida inolvidable.
Es duro marchar cuando dejas atrás tantas cosas buenas que merecen la pena, y aunque lo que se me ofrece ahora es una oportunidad irrepetible de seguir ampliando los horizontes de mi vida que aprovecharé y exprimiré tanto como he hecho con todo y con todos hasta este momento, sé que dejo aquí, algo dispersas durante un tiempo, las piezas de un puzzle que dentro de no mucho me moriré por volver a ver unidas de nuevo.
Es mucho más difícil partir cuando dejas tanto atrás, pero es todavía más fácil hacerlo cuando llevas contigo a tantas personas que te han enseñado a ser alguien mejor y a disfrutar mejor de cada segundo vivido, pues sabes que en cada instante futuro tendrás un recuerdo de ellas para impulsarte a no dejar de vivir con intensidad, incluso, en la distancia.
Gracias una y mil veces por la ilusión, el esfuerzo y las ganas, pero sobre todo por vuestra presencia.
Nos vemos pronto de nuevo.