viernes, 14 de agosto de 2015

Un lugar donde quedarse

Silencio y oscuridad.

La quietud de la noche era apenas rota por el ritmo periódico y pausado del aire saliendo de unos pulmones rebosantes de vida; la negrura reinante era tímidamente disimulada gracias a las pequeñas rendijas abiertas en la persiana, a través de las cuales se colaban sin mucha fuerza los primeros rayos de sol de aquella radiante mañana.

Un paisaje.

Una silueta dormida de lado, dejando que la pared velase por la seguridad de su espalda, abandonada al abrazo cálido y sanador del sueño, mecida en un vaivén dulce que la transportaba muy lejos de allí.

Un decorado.

Cabellos desparramados y una mente maravillosa reposando plácidamente sobre la almohada. El cuello, puente firme en la senda extendida entre la razón y el corazón, de terreno de piel suave, suavísima, tersa, sensible y delicada, desprotegida e indefensa ante el aire de la noche.

Un refugio.

La nuca, nacimiento de un mar de olas de cabellos traviesos e infinitud de emociones y pensamientos; hogar de sueños eternos y fuente del perfume más irresistible de todos.

Y al contemplarla, adorarla, conocerla y perderse en ella, se obra el milagro. Ojos cerrados. Respiración lenta. La oscuridad es completa y el silencio se hace impenetrable.

Surge entonces desde las profundidades de la imaginación una carretera tendida junto al mar y un coche recorriendo veloz la singularidad de su asfalto; una playa escondida en algún lugar donde el silencio es dueño del rodar de las piedras y el romper de las olas; un pueblo entre las montañas abierto al inmenso gigante azul con calles estrechas de esquinas traicioneras; una sala iluminada con luz tenue y un sofá tan cómodo y moldeable como una nube en mitad del cielo; una voz melodiosa y cantarina y una mirada limpia, grande y hermosa.

En el cuello, el latido de la vida y del corazón.

Perdido en aquel lugar, embriagado por el calor del abrazo del perfume más delicioso del mundo, toda la realidad perdió su consistencia y su existencia y yo me dejé arrastrar por aquella deriva inolvidable, porque era feliz allí, como si no hubiese nada más que mereciese la pena fuera de aquel lugar.

Aquel lugar...

Un lugar donde perderse.

Un lugar donde quedarse.




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