Un huracán en la cabeza; frío en las manos y calor en el corazón. Todo es un caos relativo, pero de repente la música empieza a sonar. De la semioscuridad nace una voz acompañada de los acordes de una canción.
Y entonces, buscas apoyo porque te derrites por dentro y por fuera, como una tableta del mejor chocolate del mundo. No lo puedes evitar.
Te acomodas hasta encontrar el mejor rincón, el refugio en el cual quieres quedarte. Te dejas llevar y te limitas a escuchar. A escuchar con los oídos y con el corazón.
Esbozas una sonrisa con los labios. Tus ojos brillan y los notas temblar. Suspiras.
Te abandonas al dulce vaivén de la música y al reconfortante olor de la calma y la paz. El compás se acelera pero tú estás sorprendentemente tranquilo.
La tormenta amaina; ya no hay ruido, el mar está en calma y tú, al fin, dejas de pensar. Todo está en su lugar.
Qué maravilloso es limitarse a estar, sin más. Sin más ni menos.
Limitarse a escuchar, perderse en un momento y un lugar que jamás querrías abandonar.
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