jueves, 18 de agosto de 2016

Iris

Miras hacia atrás.

Y ves el valle y las montañas. Y te dejas sorprender por su belleza.

Intentas dar un paso, pero no puedes.

Vuelves a echar la mirada atrás para contemplar el final de la tierra, la playa y el punto en el que el cielo se funde con el mar.

Tu mirada se dirige al frente de nuevo. El objetivo está delante. No está lejos. Apenas lo rozas con la yema de los dedos.

Sólo necesitas dar un paso. Uno más, tan rutinario como fueron los que precedieron al último. Pero no puedes, pues hay algo que te lo impide.

Giras la cabeza y miras en derredor. Te sorprenden las vistas que se te ofrecen desde donde te encuentras, porque las luces de la ciudad iluminan calles llenas de gente y calles desiertas que te traen a la memoria el recuerdo de un sinfín de momentos que ahora parecen infinitamente lejanos.

Intentas avanzar, porque es lo que debes hacer, y te das de bruces con un muro invisible. Uno que, además, no esperabas.

Y de repente, al otro lado de ese velo aparente que te niega la posibilidad de caminar se revela la oscuridad. Vacío.

Por primera vez no quieres continuar. Porque hay demasiado en juego y porque no aciertas a vislumbrar un resquicio por el que escaparte o un seguro al que aferrarte en caso de que algo vaya mal.

Por primera vez mirar hacia adelante te obliga a dejar de mirar hacia atrás. Pero no quieres. Y por eso, lo haces, porque el paisaje que se extiende ante tus ojos es un lugar que no querrías tener que abandonar.

Cierras los ojos.

Algo se sacude; sientes que se resquebraja lenta pero inexorablemente.

Lo que no sabes es si lo que se está rompiendo está dentro o fuera de ti, delante, mientras esperas para poder avanzar.

Hay algo que es seguro, no obstante. Lo que para siempre ya queda atrás permanece intacto, a salvo de cualquier vendaval, protegido de cualquier desenlace, cualquier final.

Pero hay cosas contra las que no puedes luchar.





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