Hoy, por primera vez, voy a ser yo, en primera persona y sin simbolismo ni metáfora de por medio, quien deje aquí grabados todos esos pensamientos que sangran en mi cabeza a través de las palabras y que, más pronto que tarde, conviene dejar salir para que quede constancia de que vivo con la sólida convicción de que lo bueno, cuando existe, debe ser enseñado al mundo para dar las gracias por ello. Porque es efímero; porque nunca sabes cuándo o cómo puede acabarse y porque no hay cosa que más miedo me dé en este mundo que dejar pasar la oportunidad de realzar el valor de algo maravilloso... cuando ya sea demasiado tarde.
O porque, tremendismo aparte, acumular cosas en espacios finitos sólo contribuye a aumentar el desorden cuando el tiempo tiende a (infinito) ser largo. Porque hay que oxigenar las células, la sangre, la cabeza y la vida. Y el mundo. Al mundo le falta oxígeno, vida, y eso sólo podemos dárselo nosotros.
¿Cómo?
Dando valor a todas aquellas cosas que lo poseen.
Ensalzando el valor del presente efímero para que así la impronta dejada por el desgaste del tiempo sobre el pasado pueda conservar intactos su brillo y su color.
Vivo en una ciudad inmensa, llena de edificios altos, de calles amplias y no tan amplias, de jardines, de parques y de una marea incansable de corazones palpitantes que abarrotan las plazas, las aceras y hasta los rincones más profundos de la tierra firme. Vivo en un lugar extraño, rodeado en mi mayor parte de gente desconocida, haciéndome dueño de una vida que estrena una dinámica completamente nueva y diferente. Diferente de lo que fue durante varios años.
Ayer, y también ahora, mientras escribo esto, en la ciudad en la que vivo el cielo lloró y llora todo lo que pudo y puede, acaso intentando hacerme burla para dejarme claro que aquí no soy más que un recién llegado. Uno que, tal vez, sólo esté de paso.
Las aceras mojadas, los edificios tristes y el cielo gris me hicieron entonces echar la vista atrás y me transportaron a otro momento y a otro lugar, uno al que durante mucho tiempo consideré un hogar. Y quise volver. Con todas mis fuerzas. Quise recuperar lo perdido. Quise volver a sentir la sensación de ser un nómada en una tierra que te recibe con los brazos abiertos y que te permite, incluso temporalmente, echar raíces y nutrirte de ella.
Quise volver a sentirme en casa. En un lugar querido, en calles que me reconozcan al pasar, en parques que me sonrían al pasear. En una ciudad pequeña, de calles anchas y no tan anchas, de grandes cuestas, de hermosos parques, de muros fríos y cielos abiertos al sol y al viento del norte. Cerca del mar.
Feliz.
Pero, por encima de todo, quise recuperar momentos, instantes, recuerdos... y a sus protagonistas.
Tengo la fortuna de haberme podido traer en la maleta un buen puñado de los frutos recogidos tras cuatro años de cosecha, y doy gracias por ello cada día. Y doy gracias también de poder sentir cerca a todos y cada uno de los que no están, pues en la distancia, a pesar de ella, los recuerdos cobran valor y el pasado se hace ligeramente más vívido.
Pero no están. Y aunque no me cabe duda de ello, necesito un segundo más para que la idea acabe por calar en mi conciencia. Entonces miro las fotos que cuelgan de las paredes de mi habitación y me doy cuenta de todo lo perdido. Todo lo que era inevitable que perdiera. Todo lo que desapareció al pasar página; todo lo que quedó atrás; lo que abandonamos en busca de nuevos horizontes y nuevos objetivos.
Así fue como añoré lo que fueron los mejores años de mi vida y todo lo que me trajeron. Los lugares, los momentos y las personas. Los mejores de mi vida.
Mejores.
Vida.
"Sólo hay dos cosas que podemos perder: el tiempo y la vida;" - dice una de las frases que tapizan también las paredes de mi habitación - "la segunda es inevitable, la primera imperdonable". Y si algo no hice durante los últimos cuatro años fue, precisamente, echar a perder el tiempo que me regalaron.
Di todo lo que tenía en mí para asegurar que así fuese y quizá eso contribuyese a alcanzar la cima, pero sé que sin ayuda no podría haberlo conseguido.
Una buena amiga me dijo una vez, a una hora parecida a esta en la que escribo esto, con luz tenue y en un sofá muy cómodo, una cosa que le había dicho su madre un día: "Recuerda que viniste aquí a disfrutar".
Desde entonces, me la repito en muchas ocasiones. Vine a disfrutar, yo también, y vaya si lo hice. Lo conseguí.
Lo echo de menos. Y quiero volver.
Quiero volver a sentir lo que es sentirse en casa, en mi tiempo y en mi lugar.
Pero es imposible.
Porque el presente fue fugaz y el pasado ahora se antoja efímero.
El golpeteo de las gotas de lluvia en los cristales me trajo de vuelta a esta, mi nueva realidad. Y al hacerlo, me sentí tan triste y tan feliz a la vez que se me ocurrió pensar que si mañana dejase de respirar o el sol se convirtiese en supernova y el mundo se fuese a la mierda, sería una lástima no haberle dicho a nadie esto que se me pasa ahora por la cabeza.
Las cosas hermosas.
Esas que, creo, a cualquier ser humano de este maravilloso planeta le gustaría oír.
Esas que, por alguna razón desconocida que no soy capaz de comprender, nos cuesta tanto decir.
Hoy, cuando el pasado me sonríe desde la seguridad de la distancia que le confiere el paso del tiempo, me acuerdo de todos y cada uno de vosotros los que me dejasteis acompañaros en distintos momentos y de distintas formas en el camino de los últimos cuatro años; cuatro años que me ayudasteis a convertir en los más especiales y los más maravillosos que podría haber soñado con disfrutar.
Gracias, una y otra y mil veces más. Creo habéroslo dicho en algún momento y de alguna forma (quizá) poco explícita; si no es así, ojalá algún día podáis llegar a daros cuenta, si no lo habéis hecho ya por vosotros mismos, de cuánto significaron, significan y significarán para mí.
Gracias por regalarme un pasado efímero para recordar siempre aquí y ahora, en el presente.
En una nueva ciudad.
En el futuro, donde ojalá tenga la mitad de la suerte que tuve antes.
Gracias.
Por todo.