lunes, 24 de octubre de 2016

Sobre el pasado efímero

Hoy, por primera vez, voy a ser yo, en primera persona y sin simbolismo ni metáfora de por medio, quien deje aquí grabados todos esos pensamientos que sangran en mi cabeza a través de las palabras y que, más pronto que tarde, conviene dejar salir para que quede constancia de que vivo con la sólida convicción de que lo bueno, cuando existe, debe ser enseñado al mundo para dar las gracias por ello. Porque es efímero; porque nunca sabes cuándo o cómo puede acabarse y porque no hay cosa que más miedo me dé en este mundo que dejar pasar la oportunidad de realzar el valor de algo maravilloso... cuando ya sea demasiado tarde.

O porque, tremendismo aparte, acumular cosas en espacios finitos sólo contribuye a aumentar el desorden cuando el tiempo tiende a (infinito) ser largo. Porque hay que oxigenar las células, la sangre, la cabeza y la vida. Y el mundo. Al mundo le falta oxígeno, vida, y eso sólo podemos dárselo nosotros.

¿Cómo?

Dando valor a todas aquellas cosas que lo poseen.

Ensalzando el valor del presente efímero para que así la impronta dejada por el desgaste del tiempo sobre el pasado pueda conservar intactos su brillo y su color.


Vivo en una ciudad inmensa, llena de edificios altos, de calles amplias y no tan amplias, de jardines, de parques y de una marea incansable de corazones palpitantes que abarrotan las plazas, las aceras y hasta los rincones más profundos de la tierra firme. Vivo en un lugar extraño, rodeado en mi mayor parte de gente desconocida, haciéndome dueño de una vida que estrena una dinámica completamente nueva y diferente. Diferente de lo que fue durante varios años.

Ayer, y también ahora, mientras escribo esto, en la ciudad en la que vivo el cielo lloró y llora todo lo que pudo y puede, acaso intentando hacerme burla para dejarme claro que aquí no soy más que un recién llegado. Uno que, tal vez, sólo esté de paso.

Las aceras mojadas, los edificios tristes y el cielo gris me hicieron entonces echar la vista atrás y me transportaron a otro momento y a otro lugar, uno al que durante mucho tiempo consideré un hogar. Y quise volver. Con todas mis fuerzas. Quise recuperar lo perdido. Quise volver a sentir la sensación de ser un nómada en una tierra que te recibe con los brazos abiertos y que te permite, incluso temporalmente, echar raíces y nutrirte de ella.

Quise volver a sentirme en casa. En un lugar querido, en calles que me reconozcan al pasar, en parques que me sonrían al pasear. En una ciudad pequeña, de calles anchas y no tan anchas, de grandes cuestas, de hermosos parques, de muros fríos y cielos abiertos al sol y al viento del norte. Cerca del mar.

Feliz.

Pero, por encima de todo, quise recuperar momentos, instantes, recuerdos... y a sus protagonistas.

Tengo la fortuna de haberme podido traer en la maleta un buen puñado de los frutos recogidos tras cuatro años de cosecha, y doy gracias por ello cada día. Y doy gracias también de poder sentir cerca a todos y cada uno de los que no están, pues en la distancia, a pesar de ella, los recuerdos cobran valor y el pasado se hace ligeramente más vívido.

Pero no están.  Y aunque no me cabe duda de ello, necesito un segundo más para que la idea acabe por calar en mi conciencia. Entonces miro las fotos que cuelgan de las paredes de mi habitación y me doy cuenta de todo lo perdido. Todo lo que era inevitable que perdiera. Todo lo que desapareció al pasar página; todo lo que quedó atrás; lo que abandonamos en busca de nuevos horizontes y nuevos objetivos.

Así fue como añoré lo que fueron los mejores años de mi vida y todo lo que me trajeron. Los lugares, los momentos y las personas. Los mejores de mi vida.

Mejores.

Vida.

"Sólo hay dos cosas que podemos perder: el tiempo y la vida;" - dice una de las frases que tapizan también las paredes de mi habitación - "la segunda es inevitable, la primera imperdonable". Y si algo no hice durante los últimos cuatro años fue, precisamente, echar a perder el tiempo que me regalaron.

Di todo lo que tenía en mí para asegurar que así fuese y quizá eso contribuyese a alcanzar la cima, pero sé que sin ayuda no podría haberlo conseguido.

Una buena amiga me dijo una vez, a una hora parecida a esta en la que escribo esto, con luz tenue y en un sofá muy cómodo, una cosa que le había dicho su madre un día: "Recuerda que viniste aquí a disfrutar".

Desde entonces, me la repito en muchas ocasiones. Vine a disfrutar, yo también, y vaya si lo hice. Lo conseguí.

Lo echo de menos. Y quiero volver.

Quiero volver a sentir lo que es sentirse en casa, en mi tiempo y en mi lugar.

Pero es imposible.

Porque el presente fue fugaz y el pasado ahora se antoja efímero.


El golpeteo de las gotas de lluvia en los cristales me trajo de vuelta a esta, mi nueva realidad. Y al hacerlo, me sentí tan triste y tan feliz a la vez que se me ocurrió pensar que si mañana dejase de respirar o el sol se convirtiese en supernova y el mundo se fuese a la mierda, sería una lástima no haberle dicho a nadie esto que se me pasa ahora por la cabeza.

Las cosas hermosas.

Esas que, creo, a cualquier ser humano de este maravilloso planeta le gustaría oír.

Esas que, por alguna razón desconocida que no soy capaz de comprender, nos cuesta tanto decir.

Hoy, cuando el pasado me sonríe desde la seguridad de la distancia que le confiere el paso del tiempo, me acuerdo de todos y cada uno de vosotros los que me dejasteis acompañaros en distintos momentos y de distintas formas en el camino de los últimos cuatro años; cuatro años que me ayudasteis a convertir en los más especiales y los más maravillosos que podría haber soñado con disfrutar.

Gracias, una y otra y mil veces más. Creo habéroslo dicho en algún momento y de alguna forma (quizá) poco explícita; si no es así, ojalá algún día podáis llegar a daros cuenta, si no lo habéis hecho ya por vosotros mismos, de cuánto significaron, significan y significarán para mí.

Gracias por regalarme un pasado efímero para recordar siempre aquí y ahora, en el presente.

En una nueva ciudad.

En el futuro, donde ojalá tenga la mitad de la suerte que tuve antes.


Gracias.

Por todo.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Arena entre los dedos

Se nos va de las manos, como arena escurriéndose entre nuestros dedos.

Los planes para el futuro inmediato se convirtieron en algo pretérito, recuerdos que se fueron a colocar en lo alto de esa pila inmensa de todas las cosas que pasaron sin que nos diésemos cuenta y de las que querríamos haber exprimido su jugo un poquito más.

Todo va muy rápido, y parece demasiado difícil no dejarse llevar por la corriente. Todo nos arrastra a mantener ese ritmo frenético de cadencia incansable que, sin embargo, se ocupa de ir agotándonos poco a poco. De ir minando nuestro entusiasmo, nuestra alegría y nuestra felicidad. De instalarnos en un nuevo hogar donde los armarios están vacíos, donde el eco de la melancolía resuena en los pasillos y donde la única compañía que encontramos en el sofá es la de la soledad. Y así, sumidos en esa vorágine diaria de continuidad, de rutina y de normalidad nos vamos introduciendo dentro de nosotros mismos, creyendo así que nos protegemos ingenuamente de algo que, en realidad, lo único que hace por nosotros es empujarnos más y más hacia abajo.

Y así transcurre el tiempo. Un día tras otro, como hojas que caen al suelo conforme el otoño deja su rastro a su paso por el mundo.

Sin embargo, siempre hay algún momento que consigue infiltrarse entre la niebla para transformarse en una bocanada de aire fresco que despierta al espíritu alicaído y le empuja a creer que aún hay razones suficientes por las que mantenerse a flote.

Y entonces levantas la cabeza al cielo, donde no hay polvo ni asfalto ni hormigón que reduzcan tu visión ni empequeñezcan tu mundo. Buscas un aire limpio que dificultosamente llega a lo más profundo de tus pulmones, pero no te importa. Un rayo de sol se arroja sobre tu cara. El tiempo se para.

Los granos de arena quedan retenidos en la palma de tu mano.

El futuro, de repente, se desvanece ante tus ojos y no hay nada más que tú, en ese instante. Tú y lo que hay en ti, que es todo eso que fue antes y mantienes contigo ahora. Te detienes en ese momento, lo paladeas y te sumerges en lo que lo precedió; en todo lo que fue bonito y mereció la pena; en todo lo que te hizo llegar a donde estás ahora, de la forma en la que estás ahora.

Qué hermoso es poder encontrar ese momento de calma, sosiego, donde el mundo desaparece a tu alrededor y sólo estás tú y lo que hay en tu cabeza... El recuerdo de todos esos lugares, instantes y personas que están o no, ahora, pero sin cuya existencia inmortal en tu memoria la configuración de la realidad, tu realidad, no tendría sentido alguno.

La realidad que cimienta tu presente.
La arena que se escurre entre tus dedos.
El tiempo que debes cuidar; el instante que debes encontrar para detenerte, buscarte y encontrarte...



... allá donde sea que te sientas en paz.

martes, 11 de octubre de 2016

Chocolate y bizcocho de limón

Abrí la ventana y al instante una corriente gélida se coló a través de ella al interior de la habitación. Un escalofrío recorrió mi espalda. Afuera, en la calle, llovía. Era una mañana gris, triste, de un otoño que había aparecido, según decían, de repente y hacía no mucho.

Dejé que el aire me golpease en la cara, y volví la cabeza hacia atrás. Paredes blancas. Había silencio, pero las sábanas estaban hechas un ovillo sobre la cama.

Cerré la ventana.

Esa ventana daba a una ciudad nueva y extraña para mí. Una noche fría. La emoción y la impaciencia del viajero que viaja por primera vez a un lugar desconocido. Una mirada de sorpresa. Brazos abiertos. Frío y calor. Volver.

Un hogar.

El cielo amaneció radiante y la ciudad desplegó sus encantos a los ojos del viajero dispuesto a dejarse encandilar. Bicicletas aquí y allá crearon estelas incontables a su paso por las calles de aquella hermosa ciudad. El agua arrancó destellos de oro al sol en los canales que engañaban con dejarse llevar hasta el mar. Y en ellos había barcas pequeñas, barcas que desafiaban a la corriente y al paso del tiempo y hacían que en aquella radiante tarde de otoño hubiese muchas razones por las que celebrar.

El viento era frío. Pero por dentro hacía calor. El mismo que sentía al tomar entre las manos un tarro de cristal con una vela en su interior.

El tiempo vuela, y se escapa sin que puedas correr tras él. Ni una bicicleta es suficiente. Es lo más valioso que existe para nosotros. Y todavía lo es más si cuando sucede, en el momento presente, te sugiere que precisamente lo que está ocurriendo es potencialmente capaz de convertirse, antes de que puedas darte cuenta, en algo que querrías recuperar después para no olvidar jamás. Y así es, ni más ni menos, como se construye un sueño.

A veces, sin embargo, lo malgastas. Porque tienes mucho y porque te olvidas de que a pesar de todo apenas dura lo que dura un segundo. Y porque aunque sepas lo que debes evitar que suceda, eres incapaz de luchar contra lo que eres y lo que sientes.

Y así se va, sin más ni más. Y la noche cae de nuevo y el mundo se oculta en las sombras. Y hace frío, y hace viento, y llueve. Por dentro y por fuera. Por dentro llueve porque se ve el final, ese desenlace que conduce a mar abierto. La corriente es más fuerte que tú, y no es hasta que lo aceptas cuando sobreviene la calma. Sosiego. Paz.

Entonces todo es más suave, más cálido. Los pies mojados apenas se notan ya. Una sonrisa desempaña la visión nublada de tus ojos. La mañana gris en la ciudad triste no se abandona a perder todo su color. Los bellos jardines luchan por brillar y los edificios imponentes y majestuosos se resisten a pasar desapercibidos.

Y al final, despiertas. Porque todo es efímero. Pero mientras es, aquí y ahora, es insuperable. Como una taza de chocolate caliente con un trocito de bizcocho de limón.

Podría ser diferente, quizá. Y mejor, quizá. Sí. O quizá no; aunque en el fondo, poco importa. Porque lo mejor de todo, lo realmente valioso es lo que tienes frente a ti, al alcance de tu mano. Lo que se muestra ante ti tal y como es. Lo que se circunscribe a existir en este instante y en este lugar, contigo.

Este lugar de esta ciudad maravillosa que no querrías tener que abandonar.

Al final, todo pasa. Y al hacerlo deja tras de sí un rastro que no se puede borrar, como la estela de un barco en el canal.

Al final aquel paréntesis maravilloso quedó cerrado con un sello. De lo que fue entonces.


Volví a alzar la cabeza hacia la ventana.

Afuera, en la calle, había dejado de llover.

Cerré los ojos.

Al volver a abrirlos soñé con despertar en otro tiempo y en otra ciudad.

Y me dejé arrastrar por la corriente, hacia el mar.