Abrí la ventana y al instante una corriente gélida se coló a través de ella al interior de la habitación. Un escalofrío recorrió mi espalda. Afuera, en la calle, llovía. Era una mañana gris, triste, de un otoño que había aparecido, según decían, de repente y hacía no mucho.
Dejé que el aire me golpease en la cara, y volví la cabeza hacia atrás. Paredes blancas. Había silencio, pero las sábanas estaban hechas un ovillo sobre la cama.
Cerré la ventana.
Esa ventana daba a una ciudad nueva y extraña para mí. Una noche fría. La emoción y la impaciencia del viajero que viaja por primera vez a un lugar desconocido. Una mirada de sorpresa. Brazos abiertos. Frío y calor. Volver.
Un hogar.
El cielo amaneció radiante y la ciudad desplegó sus encantos a los ojos del viajero dispuesto a dejarse encandilar. Bicicletas aquí y allá crearon estelas incontables a su paso por las calles de aquella hermosa ciudad. El agua arrancó destellos de oro al sol en los canales que engañaban con dejarse llevar hasta el mar. Y en ellos había barcas pequeñas, barcas que desafiaban a la corriente y al paso del tiempo y hacían que en aquella radiante tarde de otoño hubiese muchas razones por las que celebrar.
El viento era frío. Pero por dentro hacía calor. El mismo que sentía al tomar entre las manos un tarro de cristal con una vela en su interior.
El tiempo vuela, y se escapa sin que puedas correr tras él. Ni una bicicleta es suficiente. Es lo más valioso que existe para nosotros. Y todavía lo es más si cuando sucede, en el momento presente, te sugiere que precisamente lo que está ocurriendo es potencialmente capaz de convertirse, antes de que puedas darte cuenta, en algo que querrías recuperar después para no olvidar jamás. Y así es, ni más ni menos, como se construye un sueño.
A veces, sin embargo, lo malgastas. Porque tienes mucho y porque te olvidas de que a pesar de todo apenas dura lo que dura un segundo. Y porque aunque sepas lo que debes evitar que suceda, eres incapaz de luchar contra lo que eres y lo que sientes.
Y así se va, sin más ni más. Y la noche cae de nuevo y el mundo se oculta en las sombras. Y hace frío, y hace viento, y llueve. Por dentro y por fuera. Por dentro llueve porque se ve el final, ese desenlace que conduce a mar abierto. La corriente es más fuerte que tú, y no es hasta que lo aceptas cuando sobreviene la calma. Sosiego. Paz.
Entonces todo es más suave, más cálido. Los pies mojados apenas se notan ya. Una sonrisa desempaña la visión nublada de tus ojos. La mañana gris en la ciudad triste no se abandona a perder todo su color. Los bellos jardines luchan por brillar y los edificios imponentes y majestuosos se resisten a pasar desapercibidos.
Y al final, despiertas. Porque todo es efímero. Pero mientras es, aquí y ahora, es insuperable. Como una taza de chocolate caliente con un trocito de bizcocho de limón.
Podría ser diferente, quizá. Y mejor, quizá. Sí. O quizá no; aunque en el fondo, poco importa. Porque lo mejor de todo, lo realmente valioso es lo que tienes frente a ti, al alcance de tu mano. Lo que se muestra ante ti tal y como es. Lo que se circunscribe a existir en este instante y en este lugar, contigo.
Este lugar de esta ciudad maravillosa que no querrías tener que abandonar.
Al final, todo pasa. Y al hacerlo deja tras de sí un rastro que no se puede borrar, como la estela de un barco en el canal.
Al final aquel paréntesis maravilloso quedó cerrado con un sello. De lo que fue entonces.
Volví a alzar la cabeza hacia la ventana.
Afuera, en la calle, había dejado de llover.
Cerré los ojos.
Al volver a abrirlos soñé con despertar en otro tiempo y en otra ciudad.
Y me dejé arrastrar por la corriente, hacia el mar.
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