Has sido una montaña rusa de emociones y momentos.
Fuiste una compañía perfecta.
Y desapareciste.
Me has conducido a toda velocidad, sin casi darme cuenta, siguiendo un trayecto sinuoso lleno de ascensos fugaces que parecían que me harían alcanzar el sol y, al mismo tiempo, de descensos vertiginosos, casi kamikazes, cuyos finales parecían ser estrellarme contra el suelo.
Me llevaste lejos, arriba, donde todo era brillante, luminoso, hermoso; también me empujaste con violencia hacia abajo haciendo que me tropezase y me diese de bruces contra el suelo una, dos y tres veces, los huesos frágiles como la tierra y el corazón convertido un poquito más en piedra.
Y al final, aquí estamos. Otra vez. Diciéndonos adiós de nuevo.
Una vez más y como siempre.
Donde antes hubo vida y momentos, ahora sólo quedan polvo y recuerdos.
Y muy a pesar de todo, te doy las gracias por enseñarme a paladear el sabor fresco y tierno del cielo y la sequedad y amargura del polvo.
Porque no hay luz sin oscuridad ni felicidad y alegría sin tristeza y melancolía.
Porque volvería a vivirlo todo otra vez desde el primer segundo hasta el último.
Porque mereció la pena.
Y porque para poder soñar con alcanzar el cielo no sólo tienes que partir del suelo, sino que además tienes que volver a él en repetidas ocasiones para empezar de nuevo, para darte golpes, muchos, y aprender así a ser mejor y más fuerte.
«¿Por qué nos caemos, Bruce?»
«Para aprender a levantarnos.»
Y hoy brindo por ti, que te fuiste.
Por todo lo que me has dejado, lo que me has dado y lo que me has quitado.
Y brindo también por ti, recién llegado.
Por todo lo que me dejarás, lo que me darás y lo que me quitarás.
Resulta difícil tener que abandonar un lugar al que durante mucho tiempo has considerado tu hogar. Porque a pesar de ser pequeño, poco acogedor, a veces oscuro y otras veces lúgubre, era tu refugio, tu lugar seguro, aquel donde encontrabas sosiego, calma y paz. Donde siempre podías volver para alejarte del ruido, para acallar las voces que resonaban en tu cabeza. A donde volvías para ser y sentirte tú mismo, feliz.
Y precisamente porque aquel era tu lugar decidiste hacerlo tuyo, o al menos intentaste hacer de él un lugar al que supieses que siempre tendrías ganas de regresar, aunque fuese a costa de dejarse la piel por el camino.
Lo que parecía confortabilidad, estabilidad, de repente dio paso a la más absoluta inseguridad. Todo se volvió incierto, gris, y donde antes hubo calma ahora sólo había temor, miedo, rabia.
Se desató la tormenta.
Y te olvidaste una ventana abierta, porque todo era hermoso y afuera, en la calle, lucía el sol en la mañana en que todo cambió.
Frío.
La primera gota de lluvia se coló a través de los cristales abiertos y al instante se transformó en una aguja de hielo que fue a estrellarse en la repisa con violencia, rompiéndose en una miríada de pedazos que se esparcieron por el suelo. Y allí estaban, esperando a ser reunidos de nuevo, cuando una ráfaga traviesa de aire se adentró en la habitación y dispersó aún más los cristales, alejándolos entre sí.
Y llegó el vendaval. Y con él, la señal inequívoca de que, a pesar de todo, algo estaba a punto de cambiar.
Entonces, ese lugar pequeño de repente adquirió una dimensión casi desconocida, una cara que nunca había mostrado antes revelando todo lo que celosamente había guardado dentro de sí; todo aquello que un día decidiste entregarle y que, hasta aquel momento, había permanecido oculto a salvo entre los muros de la habitación.
Fue así como descubriste un sinfín de imágenes decorando unos muros que sólo te habían mostrado su aire hostil, imágenes de mil instantes que trajeron a tu cabeza un torrente infinito de recuerdos, de días de verano y de invierno, de tardes lluviosas al amparo de un café o una manta en un sofá, de viajes, de lugares lejanos maravillosos y de noches que tuvieron un sabor y un color especial.
En algún lugar sonaban decenas de canciones que te transportaban muy lejos de allí, o acaso simplemente traían esencias de momentos y lugares de un pasado casi perdido en el tiempo de vuelta a aquel presente convulso. Pero era maravilloso dejarse mecer en aquel suave vaivén.
Sobre una pequeña mesita, en un rincón, había también un jarrón con unas flores que desprendían la fragancia más deliciosa del mundo, una que juraste jamás olvidar y esa que no querrías tener que forzarte a perseguir nunca más.
Tu lugar más preciado, ése que siempre había estado allí porque habías dado por supuesto que siempre estaría allí adquirió de repente una apariencia completamente nueva. Por un brevísimo momento todo se sintió fugaz, momentáneo, efímero.
Y entonces la brisa agitó suavemente las fotografías, acalló la melodía de una canción, borró del aire el olor de un perfume y consiguió erizar el vello de tu piel. Así fue como te diste cuenta del valor de todo lo que había recogido en aquella habitación; de lo que significaba para ti y de lo especial y extraordinario era aquello que atesorabas en lo más profundo de tu corazón.
Sentiste frío. Y sin querer diste un paso y algo crujió bajo tus pies.
El chasquido del cristal roto al volver a hacerse añicos.
El viento se hizo más intenso. Las flores cayeron al suelo. Algunas fotografías decidieron dejarse arrastrar por la corriente.
Y tú, en ese preciso instante, sentiste que algo te empujaba a abandonar aquel lugar.
Porque llegó el huracán. Y arrasó ante tu mirada atónita todo aquello que con tanto esmero habías luchado por querer, cuidar y hacer brillar. Así, poco a poco, se fue desmoronando la ilusión en la que se había convertido tu realidad, y como un espejo revelando el reflejo de su cara oculta, se mostró frente a ti la cruda, dura y vívida imagen de la desolación.
Soledad.
Desesperación.
Con lágrimas en los ojos, mientras la puerta que había junto a ti se iba cerrando poco a poco, te viste forzado a despedirte, a decir adiós, a dejar atrás todas y cada una de las cosas que habían hecho de aquella habitación tu refugio y tu hogar.
En contra de tus deseos, de tu corazón y de tu voluntad renunciaste a tu bien más preciado y abandonaste la habitación con la conciencia segura de que no regresarías jamás.
Pero, justo antes de que se diesen su abrazo definitivo, por un resquicio que quedó entre puerta y pared el viento deslizó suavemente un pétalo de una de las flores que habían quedado para siempre olvidadas en el suelo de la habitación.
Aún temblando, renqueante, te agachaste y recogiste aquel regalo súbito con sumo cuidado.
No había vuelta atrás.
No quedaba nada atrás.
La puerta estaba cerrada.
Hacia adelante, sólo incertidumbre.
Pero por el momento, y en aquel instante, una cosa era segura. Aquel pétalo era real.