Y precisamente porque aquel era tu lugar decidiste hacerlo tuyo, o al menos intentaste hacer de él un lugar al que supieses que siempre tendrías ganas de regresar, aunque fuese a costa de dejarse la piel por el camino.
Lo que parecía confortabilidad, estabilidad, de repente dio paso a la más absoluta inseguridad. Todo se volvió incierto, gris, y donde antes hubo calma ahora sólo había temor, miedo, rabia.
Se desató la tormenta.
Y te olvidaste una ventana abierta, porque todo era hermoso y afuera, en la calle, lucía el sol en la mañana en que todo cambió.
Frío.
La primera gota de lluvia se coló a través de los cristales abiertos y al instante se transformó en una aguja de hielo que fue a estrellarse en la repisa con violencia, rompiéndose en una miríada de pedazos que se esparcieron por el suelo. Y allí estaban, esperando a ser reunidos de nuevo, cuando una ráfaga traviesa de aire se adentró en la habitación y dispersó aún más los cristales, alejándolos entre sí.
Y llegó el vendaval. Y con él, la señal inequívoca de que, a pesar de todo, algo estaba a punto de cambiar.
Entonces, ese lugar pequeño de repente adquirió una dimensión casi desconocida, una cara que nunca había mostrado antes revelando todo lo que celosamente había guardado dentro de sí; todo aquello que un día decidiste entregarle y que, hasta aquel momento, había permanecido oculto a salvo entre los muros de la habitación.
Fue así como descubriste un sinfín de imágenes decorando unos muros que sólo te habían mostrado su aire hostil, imágenes de mil instantes que trajeron a tu cabeza un torrente infinito de recuerdos, de días de verano y de invierno, de tardes lluviosas al amparo de un café o una manta en un sofá, de viajes, de lugares lejanos maravillosos y de noches que tuvieron un sabor y un color especial.
En algún lugar sonaban decenas de canciones que te transportaban muy lejos de allí, o acaso simplemente traían esencias de momentos y lugares de un pasado casi perdido en el tiempo de vuelta a aquel presente convulso. Pero era maravilloso dejarse mecer en aquel suave vaivén.
Sobre una pequeña mesita, en un rincón, había también un jarrón con unas flores que desprendían la fragancia más deliciosa del mundo, una que juraste jamás olvidar y esa que no querrías tener que forzarte a perseguir nunca más.
Tu lugar más preciado, ése que siempre había estado allí porque habías dado por supuesto que siempre estaría allí adquirió de repente una apariencia completamente nueva. Por un brevísimo momento todo se sintió fugaz, momentáneo, efímero.
Y entonces la brisa agitó suavemente las fotografías, acalló la melodía de una canción, borró del aire el olor de un perfume y consiguió erizar el vello de tu piel. Así fue como te diste cuenta del valor de todo lo que había recogido en aquella habitación; de lo que significaba para ti y de lo especial y extraordinario era aquello que atesorabas en lo más profundo de tu corazón.
Sentiste frío. Y sin querer diste un paso y algo crujió bajo tus pies.
El chasquido del cristal roto al volver a hacerse añicos.
El viento se hizo más intenso. Las flores cayeron al suelo. Algunas fotografías decidieron dejarse arrastrar por la corriente.
Y tú, en ese preciso instante, sentiste que algo te empujaba a abandonar aquel lugar.
Porque llegó el huracán. Y arrasó ante tu mirada atónita todo aquello que con tanto esmero habías luchado por querer, cuidar y hacer brillar. Así, poco a poco, se fue desmoronando la ilusión en la que se había convertido tu realidad, y como un espejo revelando el reflejo de su cara oculta, se mostró frente a ti la cruda, dura y vívida imagen de la desolación.
Soledad.
Desesperación.
Con lágrimas en los ojos, mientras la puerta que había junto a ti se iba cerrando poco a poco, te viste forzado a despedirte, a decir adiós, a dejar atrás todas y cada una de las cosas que habían hecho de aquella habitación tu refugio y tu hogar.
En contra de tus deseos, de tu corazón y de tu voluntad renunciaste a tu bien más preciado y abandonaste la habitación con la conciencia segura de que no regresarías jamás.
Pero, justo antes de que se diesen su abrazo definitivo, por un resquicio que quedó entre puerta y pared el viento deslizó suavemente un pétalo de una de las flores que habían quedado para siempre olvidadas en el suelo de la habitación.
Aún temblando, renqueante, te agachaste y recogiste aquel regalo súbito con sumo cuidado.
No había vuelta atrás.
No quedaba nada atrás.
La puerta estaba cerrada.
Hacia adelante, sólo incertidumbre.
Pero por el momento, y en aquel instante, una cosa era segura. Aquel pétalo era real.
Todo había sido real.
Inolvidable.
Por un instante.
Y hermoso.
Muy, muy hermoso.
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