Has sido una montaña rusa de emociones y momentos.
Fuiste una compañía perfecta.
Y desapareciste.
Me has conducido a toda velocidad, sin casi darme cuenta, siguiendo un trayecto sinuoso lleno de ascensos fugaces que parecían que me harían alcanzar el sol y, al mismo tiempo, de descensos vertiginosos, casi kamikazes, cuyos finales parecían ser estrellarme contra el suelo.
Me llevaste lejos, arriba, donde todo era brillante, luminoso, hermoso; también me empujaste con violencia hacia abajo haciendo que me tropezase y me diese de bruces contra el suelo una, dos y tres veces, los huesos frágiles como la tierra y el corazón convertido un poquito más en piedra.
Y al final, aquí estamos. Otra vez. Diciéndonos adiós de nuevo.
Una vez más y como siempre.
Donde antes hubo vida y momentos, ahora sólo quedan polvo y recuerdos.
Y muy a pesar de todo, te doy las gracias por enseñarme a paladear el sabor fresco y tierno del cielo y la sequedad y amargura del polvo.
Porque no hay luz sin oscuridad ni felicidad y alegría sin tristeza y melancolía.
Porque volvería a vivirlo todo otra vez desde el primer segundo hasta el último.
Porque mereció la pena.
Y porque para poder soñar con alcanzar el cielo no sólo tienes que partir del suelo, sino que además tienes que volver a él en repetidas ocasiones para empezar de nuevo, para darte golpes, muchos, y aprender así a ser mejor y más fuerte.
«¿Por qué nos caemos, Bruce?»
«Para aprender a levantarnos.»
Y hoy brindo por ti, que te fuiste.
Por todo lo que me has dejado, lo que me has dado y lo que me has quitado.
Y brindo también por ti, recién llegado.
Por todo lo que me dejarás, lo que me darás y lo que me quitarás.
Gracias, y hasta siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario