Infeliz de mí, me pregunto si tal creencia es sólo un fútil esfuerzo por compadecernos y convencernos a nosotros mismos de que el peso y las consecuencias de nuestras acciones y nuestras decisiones no dependen realmente de nosotros.
El tiempo no cura nada ni tampoco tiene el poder de poner orden, al igual que no crea ni destruye, ni siquiera transforma. El privilegio, y la responsabilidad, recaen en nuestras manos.
El tiempo tan sólo concede una oportunidad: la capacidad, libertad para poder elegir y tomar así caminos que nos llevan a lugares a los que soñamos llegar, o nos condenan a perseguir fantasmas o a repetir errores, en función de cuán desgraciados o necios, o una mezcla de ambos, seamos o decidamos ser.
El tiempo es como el mar: aparentemente infinito e inabarcable y, a pesar de cuanto tratemos de pretender controlarlo, tozudamente ingobernable.
Una roca llena de aristas, cortante y caprichosa en sus formas nunca se tornará lisa y tersa porque el tiempo así lo designe; será la fuerza del agua la que suavice sus formas y le dote de su delicada forma final. Su destino estará sellado por su abrazo eterno con el mar.
Todo será lo que deseemos, queramos, luchemos o decidamos que sea.
El tiempo nos brinda una vida, y lo que tenga que ser será… tal y como nuestra voluntad determine que sea.
Ayer, hoy, mañana y siempre.
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