Se acercó, la miró y esperó.
No esperaba que hiciese gesto alguno, tampoco descartaba la posibilidad de que se fuese de allí; a pesar de todo sintió esa necesidad de arriesgarse, de descubrirse, de saber qué se escondía en aquella figura.
Apenas se movió, incluso dio la impresión de no haberlo visto. Lentamente giró el cuello en dirección a donde él permanecía sentado, alzó la cabeza y lo miró a los ojos sin temor y sin pudor. Las sombras se hicieron más claras y se sintió completamente desnudo: su interior revelado, expuesto a una luz que no brillaba pero que se abría paso a través de su mirada.
Con la misma ligereza que había empleado antes entreabrió los labios y, quedamente, murmuró:
- No recordarás nada de esto.
Lo cogió de la mano y lo arrastró fuera del bar. No dijo una palabra más, pero en realidad no hacía falta. Todo estaba dicho ya.
Aquella noche viajó a través del más intempestivo de los mares, naufragó en mil islas desiertas y contempló el nacer y el morir del viaje de la luna. Se perdió entre las estrellas y cuando el alba llamó a la ventana sólo pudo tomar aire y dejarse llevar arropado por las sábanas.
Con la mañana llegó la quietud y la calma; los recuerdos, sin embargo, se perdieron en el profundo pozo de la memoria. Así se lo hubo prometido, pero quizá él conservaba algo con lo que ella no contaba: la esperanza.
De la nada surgió la única imagen que guardó consigo hasta el momento en el que los colores se tornaron grises y el mundo fue perdiendo luz. Aún en ese instante un recuerdo robado acudió a su mente, el recuerdo etéreo de la línea que trazaba la curva de su espalda.
Su refugio silencioso en aquella noche eterna.
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