Un trayecto en tren. El suave vaivén del vagón al avanzar, oscilando levemente en cada curva mientras se deja llevar arrastrado por la máquina que lleva delante.
Voy sentado frente a una de las grandes ventanillas del vagón, dándole la espalda a otra. Sin quererlo, discrimino la visión de un paisaje por elegir la de otro. Elijo la que se extiende ante mis ojos y se pierde en el horizonte.
No hay mar y apenas hay montañas, y los tonos de verde escasean en los campos que se avistan desde el tren. Un poco a la izquierda y atrás quedan las siluetas recortadas contra el cielo de cuatro grandes torres que empequeñecen a cada segundo que pasa. El tren avanza y se aleja de la inmensa ciudad que me sirve de refugio, una ciudad que como un pulmón gigante absorbe y canaliza la vida que a través de ella fluye.
El cielo es azul y está atravesado por jirones de nubes que ocultan parcialmente el sol y sirven para que su luz adquiera un color distinto, casi especial, como el que crearía un filtro colocado ante el objetivo de una cámara.
Es una tarde hermosa, y ésta, una hora mágica. Y en esta hora, mientras el tren prosigue su marcha y yo asisto al despliegue paulatino del atardecer de un nuevo día, pienso en el lugar en el que me encuentro ahora, la ciudad que me acoge y me recoge, el hogar que habito, las personas que me acompañan. Todo lo que tengo.
No puedo evitar, sin embargo, pensar en lo que queda atrás; por un instante quiero levantarme, saltar del tren y correr en dirección contraria, correr tan rápido como mis piernas me lo permitan para volver, para volver y recuperar todo lo que tuve y he perdido. Todo lo que se fue y lo que, inevitablemente, debía quedarse atrás.
Es en ese preciso instante, en el fugaz espacio de tiempo en el que esos pensamientos cruzan por mi cabeza, cuando me percato de algo que, también inevitablemente, obliga a que una tímida sonrisa asome a las comisuras de mis labios.
Es al pensar en todo lo que falta y lo que echo de menos cuando me doy cuenta de lo afortunado que soy y lo increíblemente especial que es todo aquello que atesoro en mi interior. Todo lo que tengo. Y entonces sólo puedo girar la cabeza de nuevo hacia el frente, hacia la ventana del tren, y contemplar la campiña que se extiende ante mis ojos a la luz de la tarde. Doy las gracias.
La vida es maravillosa.
Todo irá bien, me digo, como para intentar acallar ese sutil ruido de fondo que se esconde en algún recóndito rincón de mi mente.
Al menos, todo va bien en este instante.
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