Había escuchado tantas historias sobre el mar; había contemplado tantas veces el resplandor del atardecer en sus aguas y sentido el arrullo de las olas arrastrando a la orilla promesas de sueños y lugares donde todo era indescriptiblemente hermoso que se imaginó, un día, ser digno de compartir aquella dicha.
Se afanó en conocer sus corrientes, sus idas y venidas; sus arrebatos de cólera y su infinita quietud; el color de sus ojos mirando desde las profundidades; el calor de su caricia breve; el sabor del salitre tras besar la piel y el olor de la brisa arremolinada sobre su superficie.
Se sintió uno con el mar: pleno, liviano, etéreo.
Aprendió a quererlo tanto que lo convirtió en su hogar, en el refugio sagrado donde el ruido se tornaba en murmullo y las turbaciones en apenas un leve vaivén. Tal era la devoción que sentía cada vez que se entregaba al abrazo de las aguas que se atrevió a sentirse un protagonista más de las viejas historias que había oído.
Aquellos relatos, ajados por el paso del tiempo pero vigentes como la primera vez que se susurraron al oído del mundo, le confirmaron algo que ya sabía, que llevaba dentro de sí desde el principio: nunca podría ignorar la llamada silenciosa y magnética del mar, y por eso se abandonó a él y le hizo una promesa. Dejó atrás todo lo que conocía y partió haciendo honor a su palabra. El mar y él se fundieron en un solo ser y durante largo tiempo fueron complemento mutuo de una única realidad. Era su luz, su sentido y dirección; destino y camino; la razón de ser de todas las cosas hermosas.
El mar encontró viajero para romper su soledad y el viajero halló un compañero que le hizo soñar con la imagen de una costa desconocida, bella, salvaje y repleta de toda una vida por conquistar. Avanzaba tranquilo, sumido en aquel dulce mecimiento, deleitado por todos los tonos de azul que existían en el mundo, libre de todas las cosas mundanas y las preocupaciones banales. Sentado al borde de su embarcación, se atrevía incluso a chapotear con los pies sobre la superficie del océano.
Pero el mar, fuerza inconmensurable, se deja llevar por su instinto, por la fuerza del viento, de la luna, el sol y todas las demás estrellas; espíritu indómito y carácter caprichoso, egoísta, ingobernable.
Así fue como una tarde, al caer el sol, el mar decidió cambiar de planes y se alió con la tormenta. Rugió, se encolerizó y abandonó incluso el modo que hasta entonces había tenido de mirar. Su expresión se transformó, y de pronto se tornó en una mueca grave y hostil.
Tenía sus propios designios, sus propios anhelos, sus tiempos y sus formas. Y por vez primera los reveló tal y como manaban de su interior, arrasando consigo toda imagen, concepción, retazo de memoria… que había existido hasta entonces.
El viajero, atónito y desesperado ante la violencia de aquel arrebato, temió por él, por ellos. Asistía impasible a la demolición de un sueño; al rechazo de la lealtad más pura y firme y a la aniquilación del valor y el sentido de una idea. De la idea más valiosa que jamás fue capaz de concebir.
El mar sólo pudo ejecutar su plan sin mediar oportunidad de respuesta, y con despiadada crudeza renunció a su responsabilidad. Arrojó al viajero hacia las profundidades de la oscuridad y acabó con cualquier esperanza de alcanzar la anhelada orilla.
Al amanecer del siguiente día, débil, maltrecho, sintió la suavidad de la arena en la espalda y el frescor del agua en las palmas de las manos. Abrió los ojos a una realidad que nunca quiso enfrentar, pero allí estaba, en la playa de las viejas historias desde donde todos los ilusos zarpaban en pos de una aventura destinada a fracasar. Lo comprendió, al fin, y la sacudida de la consciencia hizo que le fallaran las piernas y su corazón se encogiera hasta el extremo.
Nada, ni nadie, podría jamás frivolizar con dominar al mar. Quizá podría creerse único o especial, pero la realidad era mucho más sencilla y en aquel momento brillaba con una cruel y dolorosa claridad: se había abierto en canal, entregado a una causa y a un ideal que sólo él comprendía y valoraba, cediendo gentilmente su poder a una fuerza más grande y poderosa que él mismo, sobre la que no tenía -ni podría tener- gobierno, derecho ni potestad.
Y así fue como aquel viajero iluso y esclavo de un sentimiento abandonó la playa, su vida y su promesa, con el tejido de su realidad hecho jirones y el alma pedazos; arrastrando los pies por la arena y su figura por el aire húmedo de la tarde mientras, a su espalda, la silueta de la isla de sus sueños se recortaba impertérrita sobre el horizonte. Pronto, las olas volvieron a visitar la costa y cubrieron con su habitual traslúcido velo gris y ámbar el recuerdo de unas huellas marcadas en la arena por el peso incontenible de la tristeza, suavizando sus contornos y borrando sus mil matices, como si nada de lo vivido y compartido hasta aquel instante hubiera existido jamás.
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