Me enseñaste a volar, más alto de lo que jamás imaginé ser capaz de hacerlo.
Me hiciste creer en algo grande, puro y hermoso.
Dotaste a mi vida de sentido y a mi caminar de dirección.
Aprendí a cuidar de un jardín que poco a poco acabé sintiendo propio; velé por él aun cuando tú te olvidaste o te sentiste incapaz de hacerlo.
Conseguí que de la tierra yerma brotasen flores que se irguieron lozanas y llenas de colores hacia el azul del cielo.
Nos prometimos la vida y el futuro entero.
Durante un tiempo fuimos una estrella en el tejido del firmamento; fulgurante, radiante.
Una estrella en el manto eterno del cielo de nuestros sueños.
Hasta que me soltaste; decidiste dejarme caer; abandonarme y arrojarme al vacío directo hacia los brazos de la oscuridad.
Me resistí pero no pude; traté de comprenderlo y tampoco pude; y mientras caía osé alzar la mirada de vuelta a aquel que había sido mi cielo para comprobar que nuestra estrella había desaparecido.
Había dejado de brillar… para hacerlo en otro lugar lejano que me había sido vetado, que jamás podría alcanzar.
Y así fue como, una a una, el resto de las estrellas se fueron apagando lentamente sumiendo al mundo en sombras, como lágrimas que caen al suelo tras brotar de unos ojos que se pliegan de dolor ante la imposibilidad de soportar la dureza y el peso amargo de una realidad que nunca merecieron contemplar.
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