domingo, 17 de noviembre de 2013

La barca

Era una pequeña barca de madera que había visto tiempos mejores. El paso del tiempo y las numerosas batallas libradas habían desgastado su intenso color azul, dejándolo ahora como un pálido reflejo de lo que había sido antaño. La madera estaba agrietada en algunas zonas; rayada en multitud de lugares y había perdido ese tacto pulido del que solía presumir.

Cargaba sin embargo con infinitud de experiencias que la habían hecho más fuerte, más sabia y también más sensata. No encaraba las olas como antes; no deseaba tanto sentir que casi podía despegarse del agua y volar; no tenía prisa ya. No era necesario.

Tras tantos días y noches deslizándose sobre el mar sabía cómo viajar segura y cómo hacer que aquellos que estuviesen a su cuidado pudiesen sentirse a salvo, pues las profundidades eran a la vez un amigo y un enemigo del que osaba ser excesivamente curioso.

Aquella tarde recibió la visita de un viajero excepcionalmente extraño. Llevaba consigo una pequeña mochila de cuero como única pertenencia, pero a pesar de la desprotección a la que estaba expuesto, parecía curiosamente tranquilo. Empujó levemente la barca azul hasta que topó con las primeras olas que rompían en la costa y subió a bordo. Tomó un remo y con apenas unas paladas se alejó de la arena y se abandonó en la inmensidad del mar. Arrojó el remo al agua y se recostó en la proa de la embarcación. La barca se sorprendió por la locura que acababa de cometer aquel hombre, pero había visto tantas cosas que no lo mencionó.

Entonces el hombre hizo algo muy curioso. Extrajo de la mochila un papel y un lápiz y comenzó a dibujar en silencio. La tarde dejaba paso a la noche y el sol se disponía a esconderse bajo el mar. Apenas tenía luz aquel hombre para dibujar, pero en realidad no la necesitaba pues cada línea estaba grabada en su interior y en ese lugar no se necesitaba la luz para ver.

La barca se sorprendió cuando descubrió que el hombre la había dibujado a ella y a sí mismo, en aquel momento, en aquel lugar. Nunca jamás se había sentido importante para nadie; nunca ningún viajero la había considerado algo más que un medio para alcanzar el lugar donde quería llegar. Aquél era un hombre diferente.

El viajero sacó las manos por fuera de la barca y las sumergió en el agua, dejando que el mar las meciese suavemente conforme la barca se deslizaba sobre el azul. La noche se hacía dueña del mundo y las estrellas se encendieron para tomar posesión del cielo.

Tú y yo hemos vivido demasiado ya. Llevas mil recuerdos contigo; yo cargo con otros mil. No soporto ni uno más; tú tampoco. Alejémonos para siempre; alcancemos el otro lado del mar. Perdámonos.

¿Por qué no? Aquel hombre le transmitía una paz que hacía tiempo que había perdido; la calma que necesitaba para sentirse libre. Así fue como la barca y el hombre que viajaba en ella se dejaron ir lentamente, hacia donde nadie sabe, unidos en busca del último de los recuerdos que nunca nadie recordaría.

Sólo quedó de ellos una hoja de papel que naufragó hasta que un día alcanzó una playa...




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