En medio del ruido y de la calma se oyó una risa, en un segundo, dulce, melodiosa. Cálida. Confortable como el abrigo del fuego y reparadora como la luz del sol después de la lluvia.
Perseguí el eco de aquel canto y fui a dar a un pequeño muro que apenas levantaba del suelo. En su extremo había una farola y bajo su amarillo protector había dos personas.
Sin quererlo y sin pensarlo me quedé allí plantado, ensimismado, cautivado por la sencillez y la magia, o eso me pareció, de aquel momento. En un instante la noche se desdibujó ante mis ojos y no pude evitar contemplar la escena desde un lugar muy lejano.
Recordé lo que había olvidado y con el aire fresco y la oscuridad vinieron los recuerdos, esbozados en mi mente como volutas de vaho exhaladas tras un profundo suspiro.
Recordé entonces las tardes y las noches; los parques, los muros y las farolas; los bancos, los árboles, los paseos... Paladeé el sabor de lo que antaño adoraba; el olor de la más bonita de las historias; sentí el calor de la compañía más deseada; la voz de la memoria, los juegos de la ilusión y los abrazos fundidos durante largo tiempo perdidos.
¿Qué quedaba ahora de aquello más que el recuerdo? Y ni siquiera eso, pues conforme pasaban los días más pequeño se hacía tal recuerdo.
Abrí los ojos al mundo de nuevo y descubrí que me había quedado solo. No había luz, ni compañía, ni recuerdo. Era demasiado tarde. Estábamos en aquel parque mi sombra y yo; una lágrima perdida y yo, congelados en mitad de la noche, ¿sorprendidos quizá por el invierno?
La añoranza guió mis pasos de vuelta hacia el lugar donde el tesoro que una vez poseí se perdió allí donde habita el olvido.
¿Volvería algún día a recuperarlo?
¿Volvería algún día a recuperarlo?
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