"A veces por muy alto que pongas la música sólo puedes oírte a ti mismo".
Dos extraños.
Se detiene y observa con deleite la figura que se alza frente a él a cierta distancia.
La sensación de vértigo se apodera de su cabeza. Cierra los ojos y se muerde el labio inferior. Tiembla.
Tantas cosas por decir, tanto por querer expresar; tan poca idea de por dónde comenzar.
Un torrente de emociones que sacuden el mundo frágil del interior.
Percepción afinada para captar cada detalle; cada rasgo infinitesimal que hace de las líneas y las texturas y los colores una bella obra de arte.
Tanto es lo desconocido y lo incierto que da miedo atreverse a descubrir la verdad.
Ver lo que se quiere ver; pensar lo que no se quiere pensar. Volar y ahogarse a orillas del mar.
Entonar un acorde que refleja la armonía del mundo, la perfección pura de la realidad.
Sentir la presencia de ese cristal que se impone ante cualquier posibilidad de realizar lo impensable.
Querer gritar, llorar y saltar, todo a la vez. Romper el cielo y pisarlo hasta hacerlo desaparecer. Arrancar la tierra y secar el mar. Cubrir el sol con un manto de oscuridad.
Un ruido de fondo que es una constante en los días y las noches. Una fuerza impulsora; una potencia motriz.
Una conexión con la felicidad. La belleza del mundo.
Una noche fría. Luces de ciudad. Calles que se rinden a sus caminantes.
Una idea infantil, traviesa, (casi) estúpida.
Buscar la verdad a través de la simplicidad. De lo sencillo y lo auténtico. Lo que habita en el núcleo e irradia la superficie.
Mil razones para escribir; una sola para hacerlo.
Antes del amanecer...
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