Era una noche fresca y clara; no había nubes y la luna se escondía durante aquellos días en la oscuridad del cielo. Nos sentamos en la hierba a los pies de un árbol y dejamos que la quietud y el silencio de la noche se apoderasen de aquel momento mágico. Evitábamos hablar, movernos, como si el más mínimo ruido pudiese romper en mil pedazos la armonía que existía entre ambos.
Sobre nosotros, por encima de nuestras cabezas, la bóveda estrellada desplegada en todo su esplendor nos regalaba una visión infinitamente sobrecogedora de la belleza del cielo. Los millares de estrellas observables a simple vista titilaban incesantes suspendidas en el firmamento, mostrando sus secretos a los ojos que se atrevían a dejarse embelesar por las historias que tenían para contar. Cada punto de luz era como una mota de polvo que había permanecido en aquel lugar del cielo desde siempre, siendo objeto de veneración y depositario de millones de ilusiones y sueños.
Allí estábamos nosotros, admirando las maravillas del mundo a medianoche, pero mi mirada se centraba en otro cielo diferente, en la suya. Era medianoche en sus ojos.
Aquella mirada grande, límpida, frágil y hermosa estaba concentrada en captar cada detalle del cielo nocturno. Luces y sombras. Así fue como el firmamento quedó prendido de sus ojos y fui testigo de cómo el cielo se reflejó en ellos y su brillo concentró el de todas las estrellas que contemplaban.
Era un espectáculo sobrecogedor.
De repente se produjo un cambio. Su mirada se ensombreció y las estrellas temblaron. Algunas lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y poco a poco descubrí cómo aquellas luces que un instante antes habían iluminado los espejos de su rostro empezaban a languidecer hasta finalmente apagarse. Parpadeó y ya no pudo sostener durante más tiempo la mirada alzada al cielo. Agachó la cabeza y, silenciosamente, empezó a sollozar.
La acurruqué en mis brazos y permití que se dejase ir; después levanté la cabeza para observar el firmamento. Allí estaban aún miles de rutilantes estrellas sonriéndome desde lo alto, pero la oscuridad era inesperadamente más intensa ahora.
Así fue como asistí, entre atónito y anonadado, a la lenta muerte de los faros que alumbraban el cielo de la noche. Se fueron apagando de la misma forma que se consume una vela, despacio, con tristeza. Nada hubo que recordase al esplendor y la majestuosidad de una supernova.
La luz dio paso a la oscuridad, y ella se adueñó de mí sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Sumido en la desesperanza, yo también agaché la cabeza, cerré los ojos y abandoné la noche como las estrellas abandonaron el cielo que nos amparaba.
Caminaba trazando una fina línea que bien se asemejaba a una cuerda tendida entre los dos extremos de una pared de roca abierta al vacío. Las vistas desde aquella altura eran majestuosas, pero más lo eran las que aguardaban al otro lado, alzándose en la distancia altaneras y casi inalcanzables. No tenía otro modo de vida que el de estrujar cada segundo al máximo como quien aprieta una esponja para que expulse el agua; cada instante era un fruto carnoso que debía exprimir para saborear el dulce sabor de su jugo. De la misma manera, no podía sino perseguir permanente e incansablemente la perspectiva de la visión más hermosa del mundo. Y ahí estaba, caminando sobre la cuerda, incapaz de mantenerse a salvo, haciendo caso omiso del riesgo para, en lo que quizá se demostrase un esfuerzo fútil, ser irremediablemente fiel a sí mismo. Haciendo equilibrios se deslizó sobre el vacío. A unos pasos de distancia se hallaba el lugar que tanto había soñado con alcanzar; por debajo, una caída din retorno para la cual nunca había estado preparado en realidad. Seguía caminando. En cualquier instante podría tropezar, tambalearse, o el viento, o algo desde el otro lado podría agitar la cuerda... La línea se rompería y sería ya demasiado tarde. Seguía caminando. Podía caer en cualquier momento, pero no quería, en el fondo de su corazón, admitir ni por un momento que tal desenlace fuese posible. No dejaba de caminar, y llegó un punto en el que se sintió muy cerca y a la vez horriblemente lejos. No veía ya el otro lado; la niebla se había interpuesto en su camino y todo lo que había a su alrededor desapareció. Tuvo miedo. No quería retroceder. No quería caer. Sólo quería llegar. Por esa razón y sólo por esa siguió caminando, a ciegas, y se adentró en aquel denso manto gris sin mirar atrás. Tan hermosa, especial y esperanzadora había sido la vista desde la seguridad del lado que para siempre había abandonado que se dijo que, pasase lo que pasase, hasta la más remota posibilidad de culminar aquella travesía suicida sobre el vacío haría que esa dulce tortura mereciese la pena.
Chavela Vargas dijo que "uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida", y aunque a veces no sea posible hacerlo, nunca jamás olvidas lo que fuiste y te hizo ser aquello que fuiste allí donde alguien te enseñó a ser feliz y amar la vida.
Por eso, al regresar al lugar donde sientes que perteneces recuperas la vitalidad y esperanza que creías haber perdido. El pasado ya no importa porque el presente es brillante, más brillante de lo que había sido en mucho tiempo.
El corazón se te acelera; nada puedes hacer por evitarlo.
Una sensación de vértigo en el centro del pecho, como si hubieses olvidado cómo era eso de respirar.
Tu mente naufraga en un mar de emociones que no puedes controlar.
Alegría nerviosa.
Una puerta entreabierta, esperando a que la cruces, protegiendo tras de sí todo aquello que tanto has echado de menos.
Y al fondo...
Un abrazo, una mirada, una sonrisa, un beso o una palmada en el hombro. Todas a la vez o de una en una; esas son las cosas que te demuestran que sí, que al fin estás en casa.
El corazón recupera su ritmo habitual y sientes como si todo el aire de tus pulmones se hubiera escapado para siempre en ese suspiro infinito que eres incapaz de retener. Parece incluso que las piernas podrían fallarte en cualquier momento.
Te sientas, casi temblando, y tu mirada se pierde en algún lugar que ni siquiera tú conoces. La cabeza te da vueltas; piensas en nada y en todo a la vez.
El tiempo deja de tener consistencia y todo transcurre a la velocidad de la luz.
Eres tú, eres de verdad, estás aquí.
Te ríes. Por dentro también. Y lloras de felicidad, sólo por dentro, porque no quieres estropear ese momento tan especial.
Inspiras profundamente. El aire vuelve a recorrer e inundar tu interior. La realidad empieza a ser nítida otra vez. Reconoces olores, formas, colores, texturas que ya conocías y que habías aprendido a amar.
No eres el mismo que eras antes pero sientes, si cabe, que hoy tu hogar es aún más aquel en el cual te encuentras.
Sale el sol... y una tímida sonrisa nerviosa se atreve a asomarse a las comisuras de tus labios.
Qué afortunado eres de poder estar en el lugar donde aprendiste a amar la vida con las personas que te mostraron cómo hacerlo.
Qué afortunado eres de poder estar en el lugar y en el instante al que perteneces.
Todo principio tiene un final, y con los sueños el principio se hace esperar y el final te sorprende bruscamente antes de que puedas tener tiempo de prepararte para su llegada. En un instante todo acaba y te ves recogiendo, como las maletas, los pedazos de ese sueño que un momento antes aún parecía real.
Despertar es volver a casa, es dejar atrás todo lo que fue y pudo ser y regresar con un equipaje mucho más variado, pesado y rico de lo que era al inicio del viaje. Despertar es intentar recordar lo soñado y darse cuenta de lo rápido que se desvanece todo lo que parecía vívido y tangible. Despertar es permitir que corra el reloj para descubrir que aquel sueño anhelado dejó tras de sí unos posos que ahora adquieren valor de la misma forma en la que lo hace el buen vino, con el lento transcurrir del tiempo.
Cada día que se va es como una gota que cae desde el extremo de una tubería suspendida en el aire desafiando a la fuerza de la gravedad, que choca contra el suelo y apenas hace ruido, pero que se une a todas las que la precedieron para crear un pequeño charco. Y así sucede con los días que desfilan tras despertar de ese viaje que otrora fue un sueño: llegan, pasan y se van y forman un charco en el que te sumerges para descubrir lo que el tiempo dejó a su paso en su lugar. Contemplas lo que ha quedado para siempre marcado en tu memoria, la realidad del sueño, los recuerdos de ese viaje que forma ya parte del pasado.
Atrás quedan las ideas preconcebidas, las expectativas formuladas y las que se intentaron no formular, las preguntas inquietas, las ilusiones intactas y los deseos por cumplir... Ahora sólo estás tú y todo lo que has vivido, los caminos recorridos, los desafíos que has superado, los compañeros que han estado a tu lado y los recuerdos de lugares, momentos y personas que hicieron de tu sueño una historia personal, única, especial e irrepetible.
Muchas cosas no fueron como esperabas, otras te decepcionaron y otras te dejaron sin aliento. Aunque quizá cambiarías algunas, todas fueron, a su manera, necesarias e imprescindibles.
El bien existe porque hay mal de la misma manera que las guerras estallan debido a la ausencia de paz; el día tiene cabida en este mundo porque la noche le ofrece la oportunidad de despuntar y las pesadillas deben existir para que los sueños tengan sentido en el hermoso paraíso de la imaginación
Quizá fuese más esperanzador poder soñar el sueño pero vivirlo fue, sin duda alguna, auténtico. Real. Es ahora, al despertar, cuando te percatas de todas las experiencias que tuviste la oportunidad de disfrutar porque, simplemente, te atreviste a soñar y a hacer ese sueño realidad.
Porque soñar es necesario pero vivir es imprescindible.