lunes, 25 de enero de 2016

Midnight in her eyes

Era una noche fresca y clara; no había nubes y la luna se escondía durante aquellos días en la oscuridad del cielo. Nos sentamos en la hierba a los pies de un árbol y dejamos que la quietud y el silencio de la noche se apoderasen de aquel momento mágico. Evitábamos hablar, movernos, como si el más mínimo ruido pudiese romper en mil pedazos la armonía que existía entre ambos.

Sobre nosotros, por encima de nuestras cabezas, la bóveda estrellada desplegada en todo su esplendor nos regalaba una visión infinitamente sobrecogedora de la belleza del cielo. Los millares de estrellas observables a simple vista titilaban incesantes suspendidas en el firmamento, mostrando sus secretos a los ojos que se atrevían a dejarse embelesar por las historias que tenían para contar. Cada punto de luz era como una mota de polvo que había permanecido en aquel lugar del cielo desde siempre, siendo objeto de veneración y depositario de millones de ilusiones y sueños.

Allí estábamos nosotros, admirando las maravillas del mundo a medianoche, pero mi mirada se centraba en otro cielo diferente, en la suya. Era medianoche en sus ojos.

Aquella mirada grande, límpida, frágil y hermosa estaba concentrada en captar cada detalle del cielo nocturno. Luces y sombras. Así fue como el firmamento quedó prendido de sus ojos y fui testigo de cómo el cielo se reflejó en ellos y su brillo concentró el de todas las estrellas que contemplaban.

Era un espectáculo sobrecogedor.

De repente se produjo un cambio. Su mirada se ensombreció y las estrellas temblaron. Algunas lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y poco a poco descubrí cómo aquellas luces que un instante antes habían iluminado los espejos de su rostro empezaban a languidecer hasta finalmente apagarse. Parpadeó y ya no pudo sostener durante más tiempo la mirada alzada al cielo. Agachó la cabeza y, silenciosamente, empezó a sollozar.

La acurruqué en mis brazos y permití que se dejase ir; después levanté la cabeza para observar el firmamento. Allí estaban aún miles de rutilantes estrellas sonriéndome desde lo alto, pero la oscuridad era inesperadamente más intensa ahora.

Así fue como asistí, entre atónito y anonadado, a la lenta muerte de los faros que alumbraban el cielo de la noche. Se fueron apagando de la misma forma que se consume una vela, despacio, con tristeza. Nada hubo que recordase al esplendor y la majestuosidad de una supernova.

La luz dio paso a la oscuridad, y ella se adueñó de mí sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Sumido en la desesperanza, yo también agaché la cabeza, cerré los ojos y abandoné la noche como las estrellas abandonaron el cielo que nos amparaba.



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