A veces las cosas suceden sin hacer ruido, como si tratasen de pasar desapercibidas.
Por la noche, cuando reina el silencio.
Cuando todo lo que eres se transforma en lo que sueñas.
Ese lugar donde no existe el tiempo y la realidad se distorsiona.
Ese lugar donde, a pesar de todo, te encuentras a ti mismo libre de prejuicios, de barreras, de miedos e inseguridades.
Donde la verdad se muestra tal y como es; donde te llena, te reconforta y te empuja a ser tú mismo.
Donde las cosas que importan lo hacen de forma irremediable.
Donde todo sucede rápido, intensamente, y se siente auténtico.
Antes de convertirse en aire. Sigilosamente. Sin que puedas evitarlo.
De golpe.
Como una nube, como el humo; desvaneciéndose lentamente hasta quedar en nada.
Una nada vacía pero colmada de significado.
Porque en algún momento existió de forma diferente.
Y entonces te das cuenta de todas las cosas que ocurren porque haces que ocurran, o porque al menos ejerces una influencia tal para que acaben por ocurrir.
Pero también de las que no.
Te interrogas entonces, tratando de comprender por qué no suceden.
Y para algunas preguntas no encuentras respuesta; para otras sí.
Te sorprende lo bonito que es el mundo, el milagro que es poder disfrutar cada día de este regalo maravilloso que es la vida.
Lo que eres, lo que quieres, lo que haces y lo que vives.
Lo que compartes.
Con quién lo compartes.
Y entonces, en mitad de la oscuridad, se produce un choque violento cuando la realidad emerge bruscamente para traerte de vuelta de un mundo irreal, etéreo, que sólo existe en tu cabeza.
Un mundo en el que todas las piezas parecen encajar.
Un instante en el que un pedazo inmenso de ti era libre.
Un fugaz lapso de tiempo en el que todo tu ser se encontraba en armonía con algo más grande, más hermoso y más sincero que cualquier otra cosa que pudieses imaginar.
Un momento en el que eras feliz. Pura y completamente feliz.
Antes de que todo acabase.
Despertar.
En silencio, en mitad de una vasta negrura.
El calor bajo las sábanas es incapaz de contrarrestar el frío que nace en lo más profundo de tu pecho, conforme tu mente intenta comprender lo que acaba de suceder.
Ese vacío que sientes no es más que el resultado de la desaparición de una parte de ti mismo.
Y te sientes pequeño, triste y solo.
Conforme se abalanzan sobre ti las dudas y de nuevo se erigen imponentes los muros de la consciencia piensas en todas las cosas bonitas que, por un motivo u otro, nunca llegan a existir más allá del universo de los pensamientos.
Sientes lástima, una pena profunda y honesta.
Una parte de ti se resquebraja.
Otra intenta buscar a tientas en la oscuridad un signo de la salida del sol; un rayo que consiga desterrar la negrura, que ilumine con fuerza los últimos vestigios de eso que hasta hace un instante antes era tu única realidad, lo único verdaderamente importante, esencial.
Que desaparece con cada segundo que pasa para, al final, parecer que nunca hubo existido.
Un sueño.
Un recuerdo de un mundo infinito, maravilloso.
Inalcanzable.
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