miércoles, 24 de julio de 2013

Sunset soon forgotten

El mar, vasto, azul y desconocido. Mar que raya con el horizonte y esculpe una línea perfecta donde se funde con el cielo. Y en el mar, una ola.

Una ola que se acerca a la costa; ola de cresta desafiante al sol que arranca y se apropia de su brillo dorado; ola traviesa, veloz, imparable; ola que viene a morir en la playa con un arrullo suave y un burbujeo tímido. No es ola solitaria, pues la empuja otra ola más fuerte, más vigorosa. Ola nueva que rompe encima y chapotea y salpica, coquetea brevemente con la arena. Hace por quedarse ahí, congelada en ese instante en el que mar y tierra se abrazan pero pronto regresa al gigante inabarcable de donde procede. Y olas, diez, cien más corren y se unen a esa carrera por romper juntas, por bañar una playa y convertir el agua en cielo, cielo reflejado en ese espejo irreal que aparece y desaparece en apenas un segundo.

Por encima de ese mar infinito de olas jóvenes y viejas se alza una montaña puntiaguda, valiente y poderosa; mole de roca dura que se recorta en el cielo de la tarde para rozarlo y alcanzarlo. Y montaña y cielo son entonces uno sólo, estampa bella en ese fugaz atardecer. 
Montaña cubierta de sombras que arremolina nubes densas de formas caprichosas como si el pudor la dominase, como si su imponente figura resultase un regalo demasiado sugerente como para ser contemplado.

Más arriba aún, suspendida sobre las nubes, majestuosa e implacable, dueña del tiempo y de la luz, una bola de fuego amarilla y naranja y roja que irradia su fuerza por el firmamento. El cielo se tiñe de un crisol de tonos degradados, entrelazados unos con otros en una sucesión suave y fluida como si la diestra mano del pintor los escogiese con maestría de su paleta.
El sol, estrella errante, estrella eterna que dicta sentencia en esa tarde sobre el mundo, que apenas brilla ya mientras se protege y se oculta en su oscuro refugio tras las nubes, la montaña y el mar.

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