jueves, 20 de febrero de 2014

Correr es fácil cuando se es joven

Éramos jóvenes e inexpertos y por eso lo dejamos todo a la improvisación.

No conocíamos horizontes ni caminos. Teníamos un tesoro en las manos y no supimos conservarlo. Teníamos un don y un corazón joven que nos forzaba a hacerlo latir hasta sentirlo estallar. Nos gustaba la sensación y nos volvimos adictos a ella. Se adueñó de nosotros y los días se hicieron frenéticos, fugaces, agotadores. No quedaba por la noche estrella que no hubiésemos visto ni luna que no nos hubiese regalado un poco de luz.

Fantaseábamos con vivir para siempre y no crecer jamás. No éramos grandes ni pequeños: éramos jóvenes. Fuimos terriblemente honestos con nosotros mismos y asumimos nuestra condición hasta las últimas consecuencias.

Las calles que encontramos vacías las llenamos con nuestro entusiasmo y las noches frías ardieron con nuestro calor. No había casa a la que llamar hogar pero encontrábamos un hogar allá a donde fuésemos. Éramos jóvenes, inocentes e inexpertos. La música era nuestra guía moral, ética, espiritual, religiosa, geográfica. Todo era música. Sólo música. Nada más que música.

Estábamos hechos de piedra para todo lo demás. Ciegos y sordos para todo lo demás.

Corríamos siempre que era posible porque no había tiempo que perder ni destino al que llegar tarde. Detenerse era morir y teníamos miedo de morir. Corríamos porque así nos alejábamos del final.

El rumbo no existía. Nos dejábamos llevar de la misma forma que el viento se arrastraba sobre el mar.
Éramos olas y espuma, acantilados y rocas que chocaban enfurecidas, retorciéndose y abrazándose como titanes con demasiada fuerza y carentes de control, que sin embargo parecían condenados a pelear abrazados a pesar de todo. Ésa era nuestra razón de ser.

Toda la libertad de la que disponíamos era para tomar decisiones que no queríamos tomar. No queríamos ser responsables de los errores que pudiésemos cometer, así que dejamos que las decisiones nos tomasen a nosotros y simplemente seguimos corriendo. Jamás paramos.

Lugares hermosos y momentos irrepetibles pasaron por nuestros ojos y nuestros cuerpos. Quisimos mantenerlos cerca de nosotros para no olvidarlos nunca pero fuimos incapaces porque no dejamos de correr. ¡No podíamos!

Nuestra juventud era la causa y la consecuencia de todo. No teníamos tiempo para más. Nuestros oídos sólo distinguían acordes y nuestro corazón sólo pedía mil pulsaciones por minuto. ¿Nuestra cabeza? Nuestra cabeza no importaba porque éramos jóvenes, ilusos e ingenuos y no podíamos permitirnos pensar.

Reíamos alto, muy alto, tan alto que conseguíamos que los pájaros alzasen el vuelo y podían entonces correr con nosotros. Éramos tan felices que correr era fácil y no sentíamos el cansancio... Acumulamos cicatrices que nos enseñaron a ser más fuertes y a sentirnos más fuertes. Las ganas de correr eran más intensas y nos dio igual lo que pudiese hacernos daño mientras tanto.

Las emociones se agolpaban en nuestro corazón y nos hacían sentirnos vivos; era imposible no disfrutar de aquella sensación de plenitud. Éramos infinitos, o al menos eso creíamos.

Un día nos dimos de bruces contra el suelo y nos quedamos sin aliento. Nos miramos y nos perdimos en el pozo que se abrió en el espacio que unió nuestros ojos para toda la eternidad. El tiempo se detuvo. La luz del sol se hizo más tenue. Nuestro joven corazón se paró. Nuestros ojos se cerraron y no pudimos levantarnos. Permanecimos así, mudos e inmóviles, como piedras abandonadas a un lado de un camino.

La carrera cesó brutalmente rápido. Tan rápido como eran nuestros pasos.

Supongo ahora que pasamos por la vida y la vida pasó por nosotros, pero deseamos ser tan jóvenes y aparentarlo que se nos olvidó algo esencial: ser personas. Ser alguien, tener a alguien. Entender qué es ser y qué es vivir.

Corrimos tan rápido que fuimos lo suficientemente estúpidos como para no darnos cuenta de que el final de nuestra carrera nos había dejado exactamente donde habíamos comenzado. Había sido un viaje con un único retorno.

Como ya dije, éramos jóvenes e inexpertos... y nos acabamos pillando a nosotros mismos en aquel juego.




martes, 18 de febrero de 2014

It's empty in the valley of your heart

Encontraste un suelo yermo pero fuerte y estable. Hiciste crecer de él todo aquello que antes no existía. Y lo más importante: le enseñaste a la tierra dónde estaban sus raíces para que así pudiese dar vida y mantenerla cuando llegase la hora de tu partida.

Desde entonces el verde domina el suelo del valle, pero el río que lo cruza se pierde sin rumbo a lo lejos, entre las montañas.

Se dice que el viento cuenta entre susurros que sus aguas buscan desesperadas las huellas de un cauce...







domingo, 9 de febrero de 2014

Piano Concerto No.2 Op. 18 I. Moderato

No importó que fuese una mujer afortunada; que su vida fuese prácticamente inmejorable. Que tuviese suerte, salud, amigos y seguridad.

Un día se sintió vacía. Y desde el núcleo donde nacían sus emociones surgió una sombra que nubló el cielo, su cielo. Su vida dejó de ser azul.

En los días buenos era fácil que olvidase esa permanente sensación de insatisfacción, pues los motivos para valorar lo que de positivo había en lo que podía disfrutar eran abrumadores.

En los días menos buenos era imposible ignorarla. Con el tiempo emergió en la superficie y fue dominando todo lo demás y ella no entendió qué sucedía. El vacío nació como consecuencia de la ausencia de aquello que más quería y por eso un día alcanzó la comprensión de la dimensión de su sueño. Aspiraba al cielo, pero su cielo no era nunca más azul.


No encontró consuelo. No pudo llenar el vacío. Se quedó confinada en el centro de un lugar que le pertenecía pero que paradójicamente no podía llenar por completo. Era dueña de una estancia que era incapaz de decorar.

No hubo plenitud. No podía haberla.



viernes, 7 de febrero de 2014

El pulpo y el tiburón

"Érase una vez, en algún lugar metros y metros bajo la superficie del mar, una joven pulpo llamado Nina que vivía allí, pasando la mayor parte del tiempo sola haciendo extrañas creaciones con rocas y conchas. Era muy feliz.

Pero al llegar el lunes apareció el tiburón. ¿Cómo te llamas?, le dijo el tiburón. Nina, respondió. ¿Quieres ser mi amiga?, le preguntó él entonces. Vale. ¿Qué tengo qué hacer?, le dijo Nina. No mucho, le dijo el tiburón. Sólo déjame comer uno de tus brazos.

Nina jamás había tenido un amigo antes, así que se preguntó si eso era lo que tenía que hacer para tener uno. Miró hacia abajo, hacia sus ocho brazos y decidió que no sería tan malo deshacerse de uno. Así que donó su brazo a su maravilloso nuevo amigo.

Cada día de la semana, Nina y el tiburón jugaban juntos. Exploraban cuevas, construían castillos de arena y nadaban muy, muy rápido. Y cada noche el tiburón se sentía tan hambriento que Nina le daba otro de sus brazos para comer.

El domingo, después de jugar durante todo el día, el tiburón le dijo a Nina que estaba muy hambriento. No entiendo, le dijo ella. Ya te he dado seis de mis brazos, ¿y ahora quieres otro más?

El tiburón la miró con una sonrisa amistosa. No quiero sólo uno. Esta vez los quiero todos, le dijo. Pero, ¿por qué?, le preguntó Nina. Porque para eso están los amigos, le respondió el tiburón.

Cuando el tiburón terminó su comida, se sintió muy triste y solo. Echaba de menos tener a alguien con quien explorar las cuevas, construir castillos de arena y nadar muy, muy rápido. Echaba mucho de menos a Nina, así que se alejó nadando en busca de un nuevo amigo."

martes, 4 de febrero de 2014

Secretos que suenan como canciones que nunca aprendí

Me gusta pensar que todo contacto con el mundo deja en nosotros una huella. Cada experiencia talla algo en nuestro interior; deja una traza única de su presencia; una impronta indeleble de su existencia, a veces efímera, a veces duradera, pero sensible y perceptible.

Somos una esponja que absorbe el agua y se nutre de ella, y crece y se hace más fuerte y más sabia. Captamos todo lo bueno, todo lo mediocre, todo lo malo, aunque captarlo no signifique que lo aprovechemos y saquemos lo mejor de nosotros a partir de ello. Simplemente lo hacemos porque para eso estamos en el mundo, para hacer algo con nosotros mismos sin pasar desapercibidos, pero sin siquiera prestar atención al hecho de que es eso lo que precisamente obtenemos por culpa de nuestra estupidez. ¿Por qué ser un personaje etéreo en la historia del mundo, irrelevante, inservible?

Toda persona que pasa por nuestra vida, siendo más que un vecino, compañero de trabajo o mero conocido, la moldea y la dota de algún tipo de sentido. A veces es indescifrable lo que nos aporta alguien en un momento concreto, a pesar de que seamos conscientes de que al menos no nos es indiferente. Algo podemos adivinar que se esconde ahí, en lo más profundo del pozo de la memoria, de la mente o del corazón.

Quiero pensar que de todas las personas buenas con las que nos cruzamos en el camino, algunas nos hacen un regalo al compartir una pequeña o gran parte de su tiempo con nosotros. Me apetece pensar que se establece durante ese instante una conexión que enlaza dos vidas y dos mentes para crear una entidad que brilla como la luz del sol y por ello no absorbe nada, sino que irradia toda la energía positiva y limpia del mundo en forma de emociones y sentimientos; que late como un corazón henchido de alegría, que se estira como un oso saliendo de su cobijo invernal, que grita por la felicidad que le invade como si fuese un águila planeando bajo el cielo azul...

Me gustaría creer que tenemos una vida de limitados días infinitos donde el camino es una senda sinuosa que se extiende a nuestros pies muy lejos a través del mar.

Ojalá pudiéramos recordar lo bueno que cada persona importante en nuestra vida nos aporta; ojalá pudiéramos recordar cómo nos enriquece y en qué medida la enriquecemos a ella. Ojalá fuese posible tener siempre presente ese detalle que marca la diferencia y convierte lo cotidiano en extraordinario, lo difícil en fácil y lo mundano y común en algo hermoso e irrepetible.

Desearía que no olvidásemos jamás cada experiencia feliz, pues es una obra maestra que esculpe nuestra vida con mimo y dedicación, cuya factura exquisita sólo puede atribuirse a alguien excepcional.

De algo estoy seguro ahora.

Querría no olvidar jamás todo lo bonito que hiciste en mi vida para saber así que fue más que algo pasajero; que fue algo real, que fue algo inolvidable.

Que fue algo más que una tarde caduca en el tiempo.