Éramos jóvenes e inexpertos y por eso lo dejamos todo a la improvisación.
No conocíamos horizontes ni caminos. Teníamos un tesoro en las manos y no supimos conservarlo. Teníamos un don y un corazón joven que nos forzaba a hacerlo latir hasta sentirlo estallar. Nos gustaba la sensación y nos volvimos adictos a ella. Se adueñó de nosotros y los días se hicieron frenéticos, fugaces, agotadores. No quedaba por la noche estrella que no hubiésemos visto ni luna que no nos hubiese regalado un poco de luz.
Fantaseábamos con vivir para siempre y no crecer jamás. No éramos grandes ni pequeños: éramos jóvenes. Fuimos terriblemente honestos con nosotros mismos y asumimos nuestra condición hasta las últimas consecuencias.
Las calles que encontramos vacías las llenamos con nuestro entusiasmo y las noches frías ardieron con nuestro calor. No había casa a la que llamar hogar pero encontrábamos un hogar allá a donde fuésemos. Éramos jóvenes, inocentes e inexpertos. La música era nuestra guía moral, ética, espiritual, religiosa, geográfica. Todo era música. Sólo música. Nada más que música.
Estábamos hechos de piedra para todo lo demás. Ciegos y sordos para todo lo demás.
Corríamos siempre que era posible porque no había tiempo que perder ni destino al que llegar tarde. Detenerse era morir y teníamos miedo de morir. Corríamos porque así nos alejábamos del final.
El rumbo no existía. Nos dejábamos llevar de la misma forma que el viento se arrastraba sobre el mar.
Éramos olas y espuma, acantilados y rocas que chocaban enfurecidas, retorciéndose y abrazándose como titanes con demasiada fuerza y carentes de control, que sin embargo parecían condenados a pelear abrazados a pesar de todo. Ésa era nuestra razón de ser.
Toda la libertad de la que disponíamos era para tomar decisiones que no queríamos tomar. No queríamos ser responsables de los errores que pudiésemos cometer, así que dejamos que las decisiones nos tomasen a nosotros y simplemente seguimos corriendo. Jamás paramos.
Lugares hermosos y momentos irrepetibles pasaron por nuestros ojos y nuestros cuerpos. Quisimos mantenerlos cerca de nosotros para no olvidarlos nunca pero fuimos incapaces porque no dejamos de correr. ¡No podíamos!
Nuestra juventud era la causa y la consecuencia de todo. No teníamos tiempo para más. Nuestros oídos sólo distinguían acordes y nuestro corazón sólo pedía mil pulsaciones por minuto. ¿Nuestra cabeza? Nuestra cabeza no importaba porque éramos jóvenes, ilusos e ingenuos y no podíamos permitirnos pensar.
Reíamos alto, muy alto, tan alto que conseguíamos que los pájaros alzasen el vuelo y podían entonces correr con nosotros. Éramos tan felices que correr era fácil y no sentíamos el cansancio... Acumulamos cicatrices que nos enseñaron a ser más fuertes y a sentirnos más fuertes. Las ganas de correr eran más intensas y nos dio igual lo que pudiese hacernos daño mientras tanto.
Las emociones se agolpaban en nuestro corazón y nos hacían sentirnos vivos; era imposible no disfrutar de aquella sensación de plenitud. Éramos infinitos, o al menos eso creíamos.
Un día nos dimos de bruces contra el suelo y nos quedamos sin aliento. Nos miramos y nos perdimos en el pozo que se abrió en el espacio que unió nuestros ojos para toda la eternidad. El tiempo se detuvo. La luz del sol se hizo más tenue. Nuestro joven corazón se paró. Nuestros ojos se cerraron y no pudimos levantarnos. Permanecimos así, mudos e inmóviles, como piedras abandonadas a un lado de un camino.
La carrera cesó brutalmente rápido. Tan rápido como eran nuestros pasos.
Supongo ahora que pasamos por la vida y la vida pasó por nosotros, pero deseamos ser tan jóvenes y aparentarlo que se nos olvidó algo esencial: ser personas. Ser alguien, tener a alguien. Entender qué es ser y qué es vivir.
Corrimos tan rápido que fuimos lo suficientemente estúpidos como para no darnos cuenta de que el final de nuestra carrera nos había dejado exactamente donde habíamos comenzado. Había sido un viaje con un único retorno.
Como ya dije, éramos jóvenes e inexpertos... y nos acabamos pillando a nosotros mismos en aquel juego.
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