¿Y tú,
cómo respiras?
Te
pregunto hoy esto porque últimamente me sorprendo a mí mismo descubriendo que
las bocanadas de aire que entran a mis pulmones apenas me saben a nada y salen
rápidamente sin que hayan dejado tras de sí más que el oxígeno suficiente para
que pueda mantenerme vivo. Al percatarme de ello no he podido evitar
lanzar mi pensamiento a la caza de la respuesta a esta pregunta:
¿es la forma de respirar la que define la forma de vivir?
Pensarás
que es una locura relacionar algo así; que es estúpido malgastar tiempo y
energía en pensar algo así; que no vas a vivir mejor por respirar mejor. Quizá
entonces, al oír eso, esté yo de acuerdo contigo. Antes, sin embargo, déjame
que te cuente algo.
Al
respirar me di cuenta de que la finitud de nuestra vida nos hace inevitablemente
temerosos y de forma inconsciente nos empuja a intentar sacar de nuestra cabeza
la idea de la inexorable llegada de ese final. Día tras día transcurre la
vida, sigilosamente, sin darse prisa pero sin detenerse a descansar, mientras
nosotros intentamos hacer de ella una experiencia que merezca la pena
disfrutar.
Es en ese
lento y constante transcurrir del tiempo en el que debemos encontrar y
descubrir, tanto el mundo como a nosotros mismos, cuando nos perdemos en el
camino. En ese momento la vida ya no nos pertenece, sino que entregamos el
mando al dominio del reloj. Y así, en la vorágine de los días grises, vamos
dejando caer las hojas de nuestro bello, verde y frondoso árbol.
La rutina
se instala y todo parece convertirse en un ir y venir imparable. Las
necesidades y las obligaciones se convierten en el eje de rotación de nuestra
vida y marcan la pauta de giro que seguirá el resto de las cosas. Así es como
el sentido de nuestra vida comienza a tambalearse.
Y me dirás
ahora: ¿qué tiene esto que ver con respirar? A lo que
te responderé esto:
Respirando
me di cuenta de que cuando voy con prisa, deprisa, casi sin pensar, movido por
una necesidad (auto)impuesta, respiro por la boca en un intento por conseguir
aquello que necesito en el preciso instante en el que cada célula de mi cuerpo
declara su necesidad de mantenerse viva... pero nada más. Porque es más fácil y
exige apenas nada. No sé si habrás tenido una sensación parecida; quizá
no, así que en ese caso supongo que la pregunta que asomó a tus labios al
principio iba por el buen camino y es probable que todo esto no sea más que una
disertación vacía.
De
cualquier modo, al respirar por la boca me di cuenta de que el aire entraba y
salía pero ni él dejaba algo nuevo, diferente o especial en mí ni yo me
esforzaba por captarlo. Simplemente respiraba mecánicamente porque era lo que
necesitaba. ¿Pero era eso lo que necesitaba de verdad?
Al
pensarlo más detenidamente comprendí que no sólo respirar es vivir, sino que
vivir es también saber elegir cómo respirar.
Respiré
por la nariz, y así fue como vinieron a mí los aromas que envolvían y bañaban
al mundo. Vino a mí el olor del aire de la ciudad, viciado por la monotonía y
la contaminación, pero también bullente de vida y esperanza. Vino a mí el aroma
del aire de las montañas, de la hierba de los parques y el campo; el olor de
las hojas de los árboles y las flores; el olor del calor del sol y el del azul
radiante del cielo... Vino a mí el aroma, o acaso el recuerdo, de un perfume
que me hizo sentir de repente muy lejos de allí.
Al captar
todo esto y mucho más me di cuenta de lo superficialmente que se podía llegar a
respirar; de lo superficialmente que se podía llegar a vivir.
Inhalé
entonces con todas mis fuerzas una bocanada de aire... por la nariz. El frescor
de aquella mañana de primavera me inundó por dentro e hizo germinar todo lo que
estaba en aquel momento aletargado, dormido, marchito y triste en mi
interior. Descubrí que de la misma forma en la que se respiraba sin
percibir se podía vivir sin sentir. Y así, cegados e insensibles a todo lo
especial y extraordinario, a todos los detalles y matices que hacían de lo
cotidiano y común algo irrepetible, nos dejábamos ir.
Despertaron
en mí la melancolía, el miedo y la nostalgia porque temí haber perdido, o haber
dejado pasar, cosas que merecían la pena y que eran bonitas y únicas, por no
haber sabido vivir, por haber respirado superficialmente, por no haber captado
y saboreado el aire. Por no haber respirado por la nariz.
Me acordé
entonces de lugares y momentos en los que hubiera deseado permanecer
eternamente y me entristecí de no haber aprovechado al máximo la oportunidad de
disfrutarlos cuando eran parte del presente. Me dije que debía tratar de
captar siempre hasta el último efluvio que emanase de cada instante para que
dejase en mí una huella imborrable que me recordase siempre todo lo bueno y
bello que había en lo que alguna vez pude vivir.
Era
infinito el aire que podía llegar a mis pulmones, y casi infinito el número de
veces que llegaría a respirar a lo largo de toda mi vida. Al respirar me
di cuenta de que vivir abarcaba una dimensión infinita de significados. Me di
cuenta de que para saber vivir debía primero saber respirar...
... por la
nariz.
Después de
todo, vivir es un ejercicio de amor, de aprecio y de cariño por todo aquello
que es hermoso y auténtico. Es como dar un beso: para diseñarlo y disfrutarlo
debes hacerlo respirando por la nariz, lenta y profundamente, sintiendo el
espacio infinito que se extiende entre un segundo y el siguiente, donde habitan
todos los aromas, texturas y sabores imaginables.
Eso sí,
para vivir recuerda no cerrar los ojos, porque no querrás perderte ni un
segundo.