sábado, 28 de marzo de 2015

No sólo respirar es vivir

¿Y tú, cómo respiras?

Te pregunto hoy esto porque últimamente me sorprendo a mí mismo descubriendo que las bocanadas de aire que entran a mis pulmones apenas me saben a nada y salen rápidamente sin que hayan dejado tras de sí más que el oxígeno suficiente para que pueda mantenerme vivo. Al percatarme de ello no he podido evitar lanzar mi pensamiento a la caza de la respuesta a esta pregunta:

¿es la forma de respirar la que define la forma de vivir?

Pensarás que es una locura relacionar algo así; que es estúpido malgastar tiempo y energía en pensar algo así; que no vas a vivir mejor por respirar mejor. Quizá entonces, al oír eso, esté yo de acuerdo contigo. Antes, sin embargo, déjame que te cuente algo.

Al respirar me di cuenta de que la finitud de nuestra vida nos hace inevitablemente temerosos y de forma inconsciente nos empuja a intentar sacar de nuestra cabeza la idea de la inexorable llegada de ese final. Día tras día transcurre la vida, sigilosamente, sin darse prisa pero sin detenerse a descansar, mientras nosotros intentamos hacer de ella una experiencia que merezca la pena disfrutar.

Es en ese lento y constante transcurrir del tiempo en el que debemos encontrar y descubrir, tanto el mundo como a nosotros mismos, cuando nos perdemos en el camino. En ese momento la vida ya no nos pertenece, sino que entregamos el mando al dominio del reloj. Y así, en la vorágine de los días grises, vamos dejando caer las hojas de nuestro bello, verde y frondoso árbol.

La rutina se instala y todo parece convertirse en un ir y venir imparable. Las necesidades y las obligaciones se convierten en el eje de rotación de nuestra vida y marcan la pauta de giro que seguirá el resto de las cosas. Así es como el sentido de nuestra vida comienza a tambalearse.

Y me dirás ahora: ¿qué tiene esto que ver con respirar? A lo que te responderé esto:

Respirando me di cuenta de que cuando voy con prisa, deprisa, casi sin pensar, movido por una necesidad (auto)impuesta, respiro por la boca en un intento por conseguir aquello que necesito en el preciso instante en el que cada célula de mi cuerpo declara su necesidad de mantenerse viva... pero nada más. Porque es más fácil y exige apenas nada. No sé si habrás tenido una sensación parecida; quizá no, así que en ese caso supongo que la pregunta que asomó a tus labios al principio iba por el buen camino y es probable que todo esto no sea más que una disertación vacía.

De cualquier modo, al respirar por la boca me di cuenta de que el aire entraba y salía pero ni él dejaba algo nuevo, diferente o especial en mí ni yo me esforzaba por captarlo. Simplemente respiraba mecánicamente porque era lo que necesitaba. ¿Pero era eso lo que necesitaba de verdad?

Al pensarlo más detenidamente comprendí que no sólo respirar es vivir, sino que vivir es también saber elegir cómo respirar.

Respiré por la nariz, y así fue como vinieron a mí los aromas que envolvían y bañaban al mundo. Vino a mí el olor del aire de la ciudad, viciado por la monotonía y la contaminación, pero también bullente de vida y esperanza. Vino a mí el aroma del aire de las montañas, de la hierba de los parques y el campo; el olor de las hojas de los árboles y las flores; el olor del calor del sol y el del azul radiante del cielo... Vino a mí el aroma, o acaso el recuerdo, de un perfume que me hizo sentir de repente muy lejos de allí.

Al captar todo esto y mucho más me di cuenta de lo superficialmente que se podía llegar a respirar; de lo superficialmente que se podía llegar a vivir.

Inhalé entonces con todas mis fuerzas una bocanada de aire... por la nariz. El frescor de aquella mañana de primavera me inundó por dentro e hizo germinar todo lo que estaba en aquel momento aletargado, dormido, marchito y triste en mi interior. Descubrí que de la misma forma en la que se respiraba sin percibir se podía vivir sin sentir. Y así, cegados e insensibles a todo lo especial y extraordinario, a todos los detalles y matices que hacían de lo cotidiano y común algo irrepetible, nos dejábamos ir.

Despertaron en mí la melancolía, el miedo y la nostalgia porque temí haber perdido, o haber dejado pasar, cosas que merecían la pena y que eran bonitas y únicas, por no haber sabido vivir, por haber respirado superficialmente, por no haber captado y saboreado el aire. Por no haber respirado por la nariz.

Me acordé entonces de lugares y momentos en los que hubiera deseado permanecer eternamente y me entristecí de no haber aprovechado al máximo la oportunidad de disfrutarlos cuando eran parte del presente. Me dije que debía tratar de captar siempre hasta el último efluvio que emanase de cada instante para que dejase en mí una huella imborrable que me recordase siempre todo lo bueno y bello que había en lo que alguna vez pude vivir.

Era infinito el aire que podía llegar a mis pulmones, y casi infinito el número de veces que llegaría a respirar a lo largo de toda mi vida. Al respirar me di cuenta de que vivir abarcaba una dimensión infinita de significados. Me di cuenta de que para saber vivir debía primero saber respirar...

... por la nariz.

Después de todo, vivir es un ejercicio de amor, de aprecio y de cariño por todo aquello que es hermoso y auténtico. Es como dar un beso: para diseñarlo y disfrutarlo debes hacerlo respirando por la nariz, lenta y profundamente, sintiendo el espacio infinito que se extiende entre un segundo y el siguiente, donde habitan todos los aromas, texturas y sabores imaginables.

Eso sí, para vivir recuerda no cerrar los ojos, porque no querrás perderte ni un segundo.


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