lunes, 23 de marzo de 2015

Un día tuve un sueño

Se filtraba la luz por entre los agujeros de la persiana, dejando claro que el sol había salido hacía ya rato. Algunos rayos se colaban dentro de la habitación y se arrastraban hasta alcanzar el borde de la cama, donde una silueta se desdibujaba en la penumbra.

Estaba plácidamente dormida, con el pelo desparramado en la almohada, con la espalda desnuda, con las piernas enredadas en las sábanas. Apenas se oía su respiración, que únicamente se intuía por el leve subir y bajar del perfil de sus costillas.

Era una imagen hermosa la que tenía ante mis ojos. No era perfecta pero era especial.

Me atreví entonces a tumbarme junto a ella, pero con mucho cuidado de no hacer ruido ni algún movimiento brusco, pues no quería despertarla. Me acomodé allí, a su lado, y la contemplé dormir.

Dicen que el tiempo no existe, o que es relativo, o que es una invención que proponemos para poder explicar el porqué de que se nos escape la vida. Yo de eso no sé nada; de lo que estoy seguro es de que mientras velaba su sueño no existía nada más para mí, fuera de mí, nada. Así fue como dejé pasar las horas.

Me imaginé todo lo que había bajo aquella figura que infundía serenidad, calma y sosiego. Me entretuve contemplando cada una de las marcadas vértebras de su espalda, todas y cada una de aquellas formas que los tímidos rayos de sol se preocupaban de resaltar en mitad de la oscuridad. Y de las vértebras seguí bajando hasta encontrar sábanas, y más abajo, hasta donde asomaban en mitad de la blancura sus tobillos finos y aparentemente débiles, pero a la vez delineados y firmes. Me encantaban sus tobillos, al igual que sus pies.

Me sorprendí a mí mismo observando aquellos pies que reposaban mansos sobre el colchón. Me pregunté cuántos lugares habrían conocido, cuántas ciudades, pueblos; cuántas calles y caminos habrían caminado... ¿A qué sitios maravillosos la habrían llevado?

Y tras quedarme embelesado con sus pies, me atreví a volver hacia arriba, pero este vez no me detuve en la espalda. Ascendí hasta el cuello. Aunque no la estaba tocando, sentía cómo mis ojos devoraban cada centímetro de piel que recorrían y a la vez absorbían la magia y la vida que emanaba de aquel cuerpo. Me permití el lujo de disfrutar de aquel cuello, porque me transmitía una fragilidad que daba escalofríos, pero era a la vez dolorosamente humano y hermoso.

Era muy hermoso por la forma en la que dejaba que el pelo brotase de su base formando olas y líneas caprichosas sobre la piel; por la forma en la que se prolongaba hasta el lugar en el que nacían las orejas, que ni grandes ni pequeñas, eran rosáceas, suaves y bonitas. Más arriba... el pelo, extendido sobre aquel fondo blanco, daba la impresión de querer ser como un rayo de sol que se refleja sobre el mar al atardecer.

Me incliné ligeramente sobre aquella figura para contemplar la paz reflejada en el rostro durmiente, la estampa de una vida en su forma más vulnerable y tierna, desprovista de preocupaciones, miedos; abandonada al dulce vaivén del sueño y de los sueños.

Sueños...

Soñé y me imaginé todo lo que habrían contemplado aquellos ojos que, aunque cerrados, no podían ocultar la elegante presencia de unas largas pestañas; imaginé todos los paisajes que habrían visitado y los instantes que habrían transformado ya en recuerdos. Vi su nariz y sus labios, esculpidos con esmero y buen gusto, y de nuevo pensé en todo el mundo que habrían descubierto.

Me quedé prendido de la forma de sus labios. Y soñé...

Una sensación irreprimible nació en mi interior: quería conocer el tacto de su piel. Quería con todo mi ser sentir el calor que aquel cuerpo durmiente se forzaba afanoso en producir para demostrar que era joven, fuerte y tenía ganas de vivir. Así fue como volví a tumbarme y, lentamente, coloqué la palma de mi mano sobre el centro de la espalda de aquella silueta recortada en las sombras.

Fue en aquel instante, en el intervalo infinitesimal de tiempo que abarcó lo que apenas dura un segundo en el que mis dedos rozaron la piel tersa de aquella espalda, cuando me perdí por completo. Sentí aquel calor que ansiaba sentir; aquella suavidad de la piel que no ha sufrido daño alguno; las texturas y formas que habitaban bajo aquella fina cubierta de terciopelo... Sentí un corazón latir y me abandoné a él.

Me pregunté qué sería lo que haría a aquel corazón tener ganas de latir más rápido, de saltar más alto y de vivir más intensamente. Me pregunté si, quizá, podría yo hacer algo por satisfacer aquella necesidad.

Soñé con que aquel corazón bailaba junto al mío alegre, contento, feliz. Soñé que aquellos ojos me contemplaban, que aquellos labios me sonreían... Soñé que yo la adoraba.

Fue entonces cuando abrí los ojos, casi sin querer, y dejé de soñar. Aquella figura se había esfumado; no había habitación, ni penumbra, ni sábanas, ni nada.

Yo, sin embargo, todavía la adoraba.

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