Y ahora piensa en algo que te haga feliz.
No busques nada complejo, quédate con un detalle. Algo que te resulte especial, que creas que nadie más sabe, quiere o acierta a valorar como tú haces.
Abraza esa sensación que nace en tu interior al intentar hacerlo real en tu mente.
No importa si es algo que forma parte del pasado o que ahora te es lejano. Todo es válido con tal de que sea capaz de agitar algo dentro de ti.
De hacerte sentir.
Me resulta curioso pensar cómo algo tan ínfimo, tan delicado, puede convertirse en realidad en un tesoro tan valioso para cada uno de nosotros.
Y me resulta aún más curioso pensar que a veces esos detalles que para ti marcan una diferencia tan radical como el día y la noche pueden pasar desapercibidos.
Porque alguien no quiere prestarles atención. O no quiere cuidarlos.
Y entonces se rompen.
Quiero pensar que esos pedazos que representan la esencia misma de lo que somos tienen una razón de ser más allá de la meramente aparente; más allá de lo que otros hagan con ellos, o de lo que otros nos obliguen a hacer con ellos.
Quiero pensar que nos definen y, en algún momento, acaban conduciéndonos a algún lugar hermoso donde cobran sentido, donde merecen la pena y donde pueden volver a unirse.
Para ser, y que nosotros seamos con ellos.
Es como si esos detalles vitales fuesen semillas que recogemos de un suelo yermo y cuidamos con mimo y dedicación porque queremos que, un día, puedan convertirse en flores de vivos colores que consigan romper con la monotonía circundante. Y precisamente cuando ese día al fin llega, decides devolverle a la tierra lo que le arrebataste, y entregas buena parte de tu energía y tu fuerza de voluntad en hacer que las plantas enraícen y crezcan en ella. Les proporcionas agua y luz e intentas que nada les falte, y entonces hay un momento en el que consideras que son ya lo suficientemente fuertes y la tierra lo suficientemente generosa como para que puedas permitirte el lujo de entregárselas para siempre.
Pero nada es lo que parece.
Cierras los ojos, decides confiar, como un salto de fe, y pones un sentimiento a disposición de algo mucho más grande, más fuerte y más poderoso que tú. Lo que más valoras, ese detalle que marca la diferencia, ese tesoro que proteges con celo.
Decides creer.
Y todo se seca.
La tierra, las raíces, las plantas y las flores. Y tú con ellas.
Te preguntas qué hiciste mal, si hiciste algo mal; ¿qué podrías haber hecho de manera diferente?
Te fallan las piernas porque, ingenuo de ti, creías que a alguien podía importarle. Ya no el simple hecho de que quisieras hacer brotar semillas en tierra infértil, sino el que soñases siquiera con tener flores de tantos y tantos colores.
Porque al fin y al cabo es tan sólo un detalle.
Uno que, sin embargo, lo cambia todo.
Porque revuelve algo en mi interior.
Porque me hace sentir vivo.
Y porque es, en última instancia, la manifestación más pura y hermosa de la belleza. De lo que existe y tiene valor para mí.
Ese «algo» etéreo que, consciente o inconscientemente, cada uno de nosotros anhela alcanzar en algún momento, de alguna forma.
Dime que no estoy loco; que a ti también te pasa.
Dime que a pesar de todo merece la pena.
Y que aunque hayas tenido tú también que renunciar a algo que te hacía feliz, sentirte especial, reír... no has perdido la esperanza.
No has dejado de creer.
Creer en que hasta lo más pequeño, frágil e insignificante puede nacer del más ínfimo de los detalles.
Como una sonrisa.
Una mirada.
Como una semilla.
Porque las cosas hermosas siempre merecen la pena.
Incluso cuando no sabemos si realmente merecerán la pena.
Ahora cierra los ojos.
O, espera, no lo hagas todavía.
Primero retoma ese recuerdo donde eras feliz; ese detalle del que hablábamos.
No lo dejes escapar.
Mímalo, cuídalo y protégelo a toda costa.
Porque nadie más que tú sabrá otorgarle el valor que posee y merece; y al hacerlo te estarás valorando, cuidando y protegiendo a ti.
Eso es lo único que me importa.
Ahora, probablemente, aún te sobren algunos segundos de esta canción maravillosa.
Cierra los ojos.
Escucha; déjate llevar.
Y sonríe.