viernes, 31 de marzo de 2017

Sobre la belleza

Déjame que te cuente algo.

Pero, primero, ponte esta canción.


Y ahora piensa en algo que te haga feliz.

No busques nada complejo, quédate con un detalle. Algo que te resulte especial, que creas que nadie más sabe, quiere o acierta a valorar como tú haces.

Abraza esa sensación que nace en tu interior al intentar hacerlo real en tu mente.

No importa si es algo que forma parte del pasado o que ahora te es lejano. Todo es válido con tal de que sea capaz de agitar algo dentro de ti.

De hacerte sentir.

Me resulta curioso pensar cómo algo tan ínfimo, tan delicado, puede convertirse en realidad en un tesoro tan valioso para cada uno de nosotros.

Y me resulta aún más curioso pensar que a veces esos detalles que para ti marcan una diferencia tan radical como el día y la noche pueden pasar desapercibidos.

Porque alguien no quiere prestarles atención. O no quiere cuidarlos.

Y entonces se rompen.

Quiero pensar que esos pedazos que representan la esencia misma de lo que somos tienen una razón de ser más allá de la meramente aparente; más allá de lo que otros hagan con ellos, o de lo que otros nos obliguen a hacer con ellos.

Quiero pensar que nos definen y, en algún momento, acaban conduciéndonos a algún lugar hermoso donde cobran sentido, donde merecen la pena y donde pueden volver a unirse.

Para ser, y que nosotros seamos con ellos.

Es como si esos detalles vitales fuesen semillas que recogemos de un suelo yermo y cuidamos con mimo y dedicación porque queremos que, un día, puedan convertirse en flores de vivos colores que consigan romper con la monotonía circundante. Y precisamente cuando ese día al fin llega, decides devolverle a la tierra lo que le arrebataste, y entregas buena parte de tu energía y tu fuerza de voluntad en hacer que las plantas enraícen y crezcan en ella. Les proporcionas agua y luz e intentas que nada les falte, y entonces hay un momento en el que consideras que son ya lo suficientemente fuertes y la tierra lo suficientemente generosa como para que puedas permitirte el lujo de entregárselas para siempre.

Pero nada es lo que parece.

Cierras los ojos, decides confiar, como un salto de fe, y pones un sentimiento a disposición de algo mucho más grande, más fuerte y más poderoso que tú. Lo que más valoras, ese detalle que marca la diferencia, ese tesoro que proteges con celo.

Decides creer.

Y todo se seca.

La tierra, las raíces, las plantas y las flores. Y tú con ellas.

Te preguntas qué hiciste mal, si hiciste algo mal; ¿qué podrías haber hecho de manera diferente?

Te fallan las piernas porque, ingenuo de ti, creías que a alguien podía importarle. Ya no el simple hecho de que quisieras hacer brotar semillas en tierra infértil, sino el que soñases siquiera con tener flores de tantos y tantos colores.

Porque al fin y al cabo es tan sólo un detalle.

Uno que, sin embargo, lo cambia todo.

Porque revuelve algo en mi interior.

Porque me hace sentir vivo.

Y porque es, en última instancia, la manifestación más pura y hermosa de la belleza. De lo que existe y tiene valor para mí.

Ese «algo» etéreo que, consciente o inconscientemente, cada uno de nosotros anhela alcanzar en algún momento, de alguna forma.

Dime que no estoy loco; que a ti también te pasa.

Dime que a pesar de todo merece la pena.

Y que aunque hayas tenido tú también que renunciar a algo que te hacía feliz, sentirte especial, reír... no has perdido la esperanza.

No has dejado de creer.

Creer en que hasta lo más pequeño, frágil e insignificante puede nacer del más ínfimo de los detalles.

Como una sonrisa.

Una mirada.

Como una semilla.

Porque las cosas hermosas siempre merecen la pena.

Incluso cuando no sabemos si realmente merecerán la pena.


Ahora cierra los ojos.

O, espera, no lo hagas todavía.

Primero retoma ese recuerdo donde eras feliz; ese detalle del que hablábamos.

No lo dejes escapar.

Mímalo, cuídalo y protégelo a toda costa.

Porque nadie más que tú sabrá otorgarle el valor que posee y merece; y al hacerlo te estarás valorando, cuidando y protegiendo a ti.

Eso es lo único que me importa.


Ahora, probablemente, aún te sobren algunos segundos de esta canción maravillosa.

Cierra los ojos.

Escucha; déjate llevar.

Y sonríe.

martes, 28 de marzo de 2017

Questions we shouldn't have asked

Siempre te has empeñado en perseguir el kamikaze ideal que te susurra en sueños que quizá exista un momento y un espacio reservados para ti donde puedas hallar eso que con tanto desasosiego anhelas.

Y mientras tanto el tiempo pasa lento, imparable, y asistes una y otra vez al continuo cambio de guardia entre la luna y el sol y te preguntas cuál será tu momento, si será ese o será otro; si sabrás reconocerlo cuando al fin te alcance; si estarás preparado cuando decida hacer acto de presencia.

Y mientras tanto, todo pasa y nada queda.  Y te das cuenta de que, quizá, todo vaya a seguir igual, porque pocas cosas ocurren sin causa aparente ni son tan seguras y ciertas como el previsible suceder de los días y las noches.

Sólo hay una forma de luchar contra ese pensamiento que te corroe por dentro: el de imaginar lo que podría ser, lo que no fue o lo que podría haber sido.

La forma de responder a esa pregunta es, efectivamente, sencilla. La respuesta ya no lo es tanto, aunque en ti reside la fuerza necesaria y suficiente para poder enfrentarte a ella...


domingo, 26 de marzo de 2017

Pompas de jabón

Era una tarde agradable de comienzos de la primavera. Era una gran ciudad, un pulmón enorme que se hinchaba y deshinchaba con cada latido de los corazones de los millones de vidas que la habitaban. Era una plaza icónica, rodeada de edificios y esculturas que acumulaban centenares de años de historia y recuerdos en las piedras que las conformaban. Había mucha gente en aquel instante en la plaza, el bullicioso caos típico de un día apacible en aquella gran ciudad.

En frente de mí y a cierta distancia, aunque no lo suficiente como para que me resultase imposible distinguir rostros, voces y gestos, había un hombre con un cubo de agua y jabón, y dos varas muy largas unidas por dos cuerdas que al estirarse parecían esbozar el contorno de una sonrisa. Aquel hombre comenzó a crear pompas de jabón, pequeñas, medianas y grandes, que adquirían formas caprichosas cuando la suave brisa que soplaba aquella tarde las arrastraba lejos y hacia el cielo, antes de explotar. Tan pronto el aire se llenó de pompas, el hombre se vio rodeado por un grupo de niños que comenzaron a saltar, a correr tras ellas, a intentar rozarlas con el dedo para hacerlas estallar.

Los niños gritaban, se molestaban entre ellos, se peleaban como niños por intentar alcanzar la burbuja más grande y más alta de todas. Y a veces se amontonaban tan cerca del hombre que apenas tenía espacio para estirar las varas y poder crear más y más pompas.

El rostro del hombre, de piel morena y aspecto curtido, no por cuestión genética o racial sino más bien -y probablemente- fruto de una vida dura y muchos días de sol sin sombra, noches frías sin cobijo, privaciones mundanas y sacrificios casi constantes, mostraba una expresión que me resultó sorprendentemente... amable. Su mirada, de esas que tienen la profundidad suficiente como para transmitirte la sensación de que han visto y vivido mucho, entonaba bastante bien con el resto de su expresión facial. Apenas sonreía, porque quizá no tuviese demasiadas razones para ello, pero a pesar de todo esbozaba un gesto que a mis ojos parecía una especie de resignación tranquila, casi alegre, asumida. Quizá fuese todo un espejismo, un juego de mi mente para hacerme sentir mejor en aquel fútil intento de empatizar con él.

De cualquier modo, su gesto sereno contrastaba fuertemente con el entorno que lo rodeaba y el tumulto creado por los jóvenes cuerpos que se arremolinaban a su alrededor. Además, la configuración de las formas, aristas y ángulos de su cara demostraba que aquel hombre se encontraba en una ciudad lejos, muy lejos en el espacio de aquella donde quizá hubiese nacido. Y probablemente también se encontrase en un espacio distinto, hostil y lejano, al que verdaderamente pertenecía; habiendo tenido que renunciar a muchas -o todas- las cosas que conocía en busca de una vida mejor. Quién sabe si precisamente en aquel instante un niño de un país lejano donde todavía se sufre el castigo inmisericorde del invierno estuviese conformándose con soñar con perseguir una pompa de jabón en su ascenso hacia el cielo porque su padre se encontrase muy, muy lejos de allí, en otra ciudad, con otros niños, en otro mundo.

Mientras pensaba en esto vinieron a mi mente recuerdos de la noche anterior, de un lugar muy diferente, más lujoso, y un espectáculo infinitamente más grandioso y sobrecogedor. En aquel concierto sonaba una música tan esperanzadora como desgarradora, de esa que tiene la capacidad de transportar tu mente a un lugar que no existe donde experimentas emociones desconocidas e imaginas lugares y sucesos de otra época. Un hechizo perfecto.

Y todas aquellas notas habían sido meticulosamente dispuestas por una mente maravillosa y brillante a la par que oscura e insondable. Un hombre de otro tiempo, de otra tierra, quizá de la misma de la cual procedía el hombre que yo observaba, creó un día aquella obra maestra que tras sobrevivir más de cien años llegaba ahora a mis oídos para elevarme hacia el cielo, como si de una pompa de jabón me tratase. Y luego todo explotaba como ella, acompañado de un estruendo enorme, y miles de aplausos incontenibles hacían pensar que acababa de suceder algo mágico, especial e irrepetible.

No pude evitar recordar las notas tristes entonadas por la orquesta en aquel concierto, pues me daba la sensación de que hacía mucho tiempo alguien había compuesto una música capaz de describir ahora cómo era la vida del hombre que vivía haciendo pompas de jabón.

Pero hoy, en esta tarde de primavera, nadie le presta atención a él. Me duele pensar en la posibilidad de que no reciba reconocimiento alguno. Porque los niños después de jugar serán llevados a sus casas y puede que nadie se detenga a obsequiar a ese hombre que depende de algo tan efímero y frágil para ver la luz de un nuevo día.

Ojalá alguien que ayer asistiese extasiado al espectáculo de la genial creación de un maestro de la música pudiese hoy contemplar agradecido cómo su hijo se entretiene con las burbujas creadas por un hombre proveniente de la misma tierra muchos años más tarde. Y ojalá pudiese admirar la belleza escondida en los mil colores arrancados por el sol a cada pompa de jabón al explotar mientras en su cabeza, durante un segundo eterno, resuenan suspendidos en el tiempo los acordes brillantes de una composición inolvidable.



jueves, 23 de marzo de 2017

Origen

Todo comienza con un pensamiento.

Una idea fugaz, desordenada.

Un instante de lucidez.

Un segundo de más.

Electricidad y luz.

Una pieza que encaja, o que parece encajar.

Y entonces... una pregunta.

Vacilación.

Temblor.

Consciencia y realidad.

Y entonces... la misma pregunta.

Sin respuesta.

domingo, 12 de marzo de 2017

Las cosas que me (con)mueven

Una de mis frases favoritas –robada de una canción de Chavela Vargas– dice que «uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida». Me gusta tanto, de hecho, que la tengo impresa en un papel y pegada en la pared junto a mi cama.

No he conseguido, a día de hoy, hallar consenso entre las personas a las que me he atrevido a preguntar por su opinión acerca de tal afirmación. Por lo general, parecen no estar muy de acuerdo con la rotundidad de su mensaje.

Yo, sin embargo, vivo para demostrarme que Chavela tenía razón.

Por eso decido caminar por las calles que me vieron crecer, quizá no durante más tiempo, pero sí más deprisa y de forma más profunda, compleja y amplia. Las calles donde descubrí quién era, cómo era y, de alguna manera, quién quería ser. Las calles de la ciudad donde aprendí a vivir y a disfrutar de la (y lo) que hoy es mi vida.

Así, perdiéndome en los rincones que durante varios años formaron parte de mi hogar me sorprendí a mí mismo queriendo tomar distancia, como para intentar precisamente no ser yo en ese instante, para intentar retroceder en el tiempo y volver atrás, al principio.

Vi a otra persona completamente diferente; a una persona que apenas acababa de lanzarse al mundo a descubrir el significado de su recién estrenada libertad, cuya mente era, por aquel entonces, como una hoja en blanco lista para ser llenada con palabras que contasen una historia única, especial y maravillosa.

Me vi crecer en las calles de aquella ciudad; me vi a mí mismo en los mismos lugares, haciendo las mismas cosas, rodeado de un puñado de compañeros que con el tiempo se ganaron un lugar en mi corazón de alguna u otra manera, por razones diversas y con distintos grados de intensidad.

Nos vi vivir, disfrutar, crecer.

Ser felices.

Es sorprendente el poder que tiene el tiempo para hacer que nos demos de bruces contra los cimientos de nuestra realidad; para enfrentarnos con la auténtica naturaleza de nuestros deseos y nuestros sentimientos; para sacudir nuestro personal y delicado orden de las cosas y el mundo; para regalarnos una nueva visión con la que observar el pasado y el presente con una mayor y mejor perspectiva que es fruto, ni más ni menos, de la experiencia.

Para aprender a descubrir las cosas que nos mueven.

Las cosas que nos conmueven.

Incluso cuando ya son parte del pasado.

Caminando por las calles donde aprendí a ser –y fui, de hecho– lo más feliz que he sido nunca, me di cuenta de cómo aquella tierra verde, fresca y sana me dejó echar raíces cuando las estaciones fueron favorables, y me permitió también volar cuando llegó la hora de hacerlo.

No sabía cómo me sentiría al regresar; qué sentiría cuando toda una oleada de recuerdos me golpease con fuerza desde las profundidades del pozo de la memoria. Aunque, en realidad, lo que más me inquietaba era descubrir qué sentiría cuando volviese a los viejos sitios donde amé la vida, ahora que aquel tiempo había pasado ya, ahora que todo es tan diferente y yo, inevitablemente, también lo soy.

Nada ha cambiado. Los recuerdos que preservo se mantienen vívidos, reales; las sensaciones aún son auténticas y todo permanece más o menos como lo imaginaba. ¿Por qué iba a cambiar?

Quienes cambiamos somos nosotros.

Y eso, por suerte, es necesario.

Porque las cosas, al igual que suceden porque tienen que suceder, existen en un espacio y un tiempo determinados. Su existencia se circunscribe a un momento único, irrepetible. Y cuando se acaban, debemos seguir adelante y continuar con nuestra vida. Pero no por ello debemos olvidar que un día fueron algo más que un recuerdo, que contribuyeron por un breve lapso de tiempo a hacer de nosotros algo de lo que somos ahora y a llevarnos a algún lugar cercano al que nos encontramos en este preciso instante.

Y, quizá, quién sabe si tendremos la gloriosa posibilidad de volver a visitar alguno de esos sitios donde aprendimos a amar la vida; a revivir cosas que hicimos, emociones que sentimos. A regresar por un breve momento a un punto concreto del pasado desde un lejano lugar del presente.

He vuelto, y he querido hacerlo, y he podido hacerlo. Y he visto a la persona que era y a la que soy, a la que ha cambiado y a la que sigue siendo como era entonces. Y me he dado cuenta de que, a pesar de las diferencias, hay algo que permanece en mi interior intacto, casi tan puro como el primer día, porque he intentado preservarlo así porque era, y es, demasiado valioso para mí.

Y lo más importante: he visto a muchos de aquellos compañeros con los que compartí todas o algunas etapas de este (¿aquel, quizá?) viaje y me he percatado de que, a su manera particular, necesaria y suficiente, permanecen aún como parte inamovible del camino de mi presente.

A pesar de todo, del tiempo y las circunstancias.


[]


He regresado para volver a vivir las cosas que me hicieron sentir vivo.

Para comprobar que hay cosas que ya no están, que han cambiado, que se fueron para siempre, que no volverán jamás.

Para comprobar que aunque este árbol de la vida tiene muchas hojas caducas, otras tantas son perennes y no pierden ni su brillo ni su color.

Para celebrar que el presente es hermoso.

Para celebrar que el pasado nos unió y nada ha conseguido separarnos todavía.

Para sonreírnos y abrazarnos, porque la vida es maravillosa.

Para compartir instantes como solíamos hacer y para juntar nuestros caminos una vez más.

Para evitar olvidar las cosas que me mueven y conmueven; las que me hacen feliz y las que me hacen llorar.

Para sentir cuán afortunado soy por haber vivido lo que viví y haber conocido a quien conocí.

Para dar las gracias por todas y cada una de las cosas que forman parte de mi vida y de mi mundo.

Para dar las gracias a todas y cada una de las personas que han hecho de mi vida lo que es ahora.

Para dar las gracias a todas las que forman parte de ella por voluntad propia.

Para recordar dónde comenzó esta historia.

Y para demostrar que, a pesar de todo, uno puede volver siempre a los viejos sitios donde amó la vida, y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas

Aunque, a veces, dejan de estarlo.

Eso es lo que me mueve.

Lo que me conmueve.

jueves, 9 de marzo de 2017

Suma y sigue

Mi padre siempre dice, cuando alguien se queja por seguir cumpliendo años, que ojalá fuera esa la peor cosa que nos sucediera en la vida.

Y en el fondo tiene razón. Porque a pesar de que cada segundo marcado por el reloj constituye un paso seguro hacia el final de nuestra existencia, es en ese lento deshojar de nuestra vida donde reside su verdadero sentido, ese que le da una auténtica razón de ser, un valor inestimable.

Cada año que transcurre arranca de nosotros un pedazo irrecuperable de vida y tiempo. Nuestras células se mueren. Envejecemos.

Y al hacerlo, encontramos —o aprendemos a ir encontrando— el significado de eso que es vivir.

Porque como ya he repetido muchas veces, el destino de todo viaje es el camino. El camino, y lo que en él sucede. Lo que experimentas, lo que descubres, lo que aprendes y lo que compartes.

No sólo lo que compartes; aún más importante y más radical es con quién lo haces.

Por eso el día de hoy es un momento entrañable, con un significado especial si cabe, porque te acuerdas de todas esas personas que se acercaron a ti en algún momento y se atrevieron, de una manera más o menos perceptible, más o menos consciente, a poner su pequeño grano de arena para que tu camino se hiciese más llano, sencillo acaso, y tus pies se encontrasen un terreno firme para no acusar tanto el castigo por el incesante avance.

Por eso hoy quiero simplemente dar las gracias a todos aquellos que habéis contribuido a que lleve ya a cuestas 23 años de latidos del corazón, de electricidad y pensamientos en la cabeza y muchos, muchos kilómetros acumulados en los pies.

23 años de vida y momentos.

Seguimos sumando.

miércoles, 8 de marzo de 2017

El esplendor en la hierba

Ansié la llegada del frío porque en él encontré un refugio, me sentí seguro y en otro tiempo fue mi aliado. Pero porque todo pasa, y lo nuestro es pasar, llegó un punto en el que el invierno me sorprendió desamparado y sin abrigo.

Me enseñó su cara más gélida y su contacto más inhumano; nubló mis ojos y entumeció mi cuerpo. Y yo, poco a poco, fui cayendo en sus brazos sin darme apenas cuenta.

Y porque todo pasa y todo queda, lo que quedó entonces —y aún permanece vivo— me empuja a echar la vista —y el recuerdo— atrás para rememorar tiempos pasados donde lucía el sol, el aire era cálido y los días estaban exentos de preocupación. Días y tardes y noches luminosas que desprendían un olor inconfundible e incomparable.

Ahora, mientras intento zafarme del rígido abrazo del invierno, pienso en los campos y los bosques; en las briznas de hierba que se desperezarán con el amanecer de un nuevo día, con las semillas que germinarán en la tierra, con los brotes de las hojas y las flores de los árboles que se desplegarán con la llegada de la primavera.

El mundo adquirirá de nuevo un color y un olor especiales. Volverá a brillar.

Y todo, quizá, pueda ir bien.

Porque, al fin y al cabo, la noche siempre es más oscura justo antes del amanecer.

martes, 7 de marzo de 2017

Nada

Cada vez que esos dos faros azules se paraban durante una fracción de segundo de más en el camino que los conectaba con los míos, sentía como si al mismo tiempo me vaciasen un cubo de agua helada encima, me encontrase al borde de un acantilado y una flecha me traspasase el corazón.

Y en el infinito y a la vez fugaz lapso de tiempo en el que tal encuentro se producía, yo no pensaba en nada. Todo era blanco.

Blanco y luminoso.

Algo que, por otra parte, era lógico. El blanco siempre ha sido sinónimo de pureza, vacuidad, inexistencia.

Porque ese azul es simplemente una ilusión óptica. Un reflejo irreal de algo que no es ni existe.

O tal vez sí.

En donde no hay ni habita nada.

"Porque la muerte es mirar y no verte."

domingo, 5 de marzo de 2017

Un deseo

Durante mucho tiempo contemplé el mundo a simple vista y aprendí a apreciar y valorar lo que ante mis ojos se revelaba como la única y auténtica realidad a mi alcance.

Pero no fue hasta que te conocí y te atreviste —de aquella manera tan inocente y casi casual tuya, pero al mismo tiempo segura y resuelta— a aparecer delante de mis ojos para eclipsar parcialmente esa visión del mundo tan particular que poseía, cuando me percaté de que ya no quería tener que enfrentarme a la realidad como era antes de que aparecieras tú para transformarla.

Y entonces quise hacer de cada instante un recuerdo imborrable que estuviese a salvo de la erosión ejercida por el transcurso del tiempo. Quise grabar a fuego cada segundo que pasase contigo en este hermoso mundo.

Y así, de esa forma tan pura y sencilla, fue como hiciste que me convirtiera en tu fotógrafo favorito.