Ansié la llegada del frío porque en él encontré un refugio, me sentí seguro y en otro tiempo fue mi aliado. Pero porque todo pasa, y lo nuestro es pasar, llegó un punto en el que el invierno me sorprendió desamparado y sin abrigo.
Me enseñó su cara más gélida y su contacto más inhumano; nubló mis ojos y entumeció mi cuerpo. Y yo, poco a poco, fui cayendo en sus brazos sin darme apenas cuenta.
Y porque todo pasa y todo queda, lo que quedó entonces —y aún permanece vivo— me empuja a echar la vista —y el recuerdo— atrás para rememorar tiempos pasados donde lucía el sol, el aire era cálido y los días estaban exentos de preocupación. Días y tardes y noches luminosas que desprendían un olor inconfundible e incomparable.
Ahora, mientras intento zafarme del rígido abrazo del invierno, pienso en los campos y los bosques; en las briznas de hierba que se desperezarán con el amanecer de un nuevo día, con las semillas que germinarán en la tierra, con los brotes de las hojas y las flores de los árboles que se desplegarán con la llegada de la primavera.
El mundo adquirirá de nuevo un color y un olor especiales. Volverá a brillar.
Y todo, quizá, pueda ir bien.
Porque, al fin y al cabo, la noche siempre es más oscura justo antes del amanecer.
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