Mi padre siempre dice, cuando alguien se queja por seguir cumpliendo años, que ojalá fuera esa la peor cosa que nos sucediera en la vida.
Y en el fondo tiene razón. Porque a pesar de que cada segundo marcado por el reloj constituye un paso seguro hacia el final de nuestra existencia, es en ese lento deshojar de nuestra vida donde reside su verdadero sentido, ese que le da una auténtica razón de ser, un valor inestimable.
Cada año que transcurre arranca de nosotros un pedazo irrecuperable de vida y tiempo. Nuestras células se mueren. Envejecemos.
Y al hacerlo, encontramos —o aprendemos a ir encontrando— el significado de eso que es vivir.
Porque como ya he repetido muchas veces, el destino de todo viaje es el camino. El camino, y lo que en él sucede. Lo que experimentas, lo que descubres, lo que aprendes y lo que compartes.
No sólo lo que compartes; aún más importante y más radical es con quién lo haces.
Por eso el día de hoy es un momento entrañable, con un significado especial si cabe, porque te acuerdas de todas esas personas que se acercaron a ti en algún momento y se atrevieron, de una manera más o menos perceptible, más o menos consciente, a poner su pequeño grano de arena para que tu camino se hiciese más llano, sencillo acaso, y tus pies se encontrasen un terreno firme para no acusar tanto el castigo por el incesante avance.
Por eso hoy quiero simplemente dar las gracias a todos aquellos que habéis contribuido a que lleve ya a cuestas 23 años de latidos del corazón, de electricidad y pensamientos en la cabeza y muchos, muchos kilómetros acumulados en los pies.
23 años de vida y momentos.
Seguimos sumando.
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