domingo, 26 de marzo de 2017

Pompas de jabón

Era una tarde agradable de comienzos de la primavera. Era una gran ciudad, un pulmón enorme que se hinchaba y deshinchaba con cada latido de los corazones de los millones de vidas que la habitaban. Era una plaza icónica, rodeada de edificios y esculturas que acumulaban centenares de años de historia y recuerdos en las piedras que las conformaban. Había mucha gente en aquel instante en la plaza, el bullicioso caos típico de un día apacible en aquella gran ciudad.

En frente de mí y a cierta distancia, aunque no lo suficiente como para que me resultase imposible distinguir rostros, voces y gestos, había un hombre con un cubo de agua y jabón, y dos varas muy largas unidas por dos cuerdas que al estirarse parecían esbozar el contorno de una sonrisa. Aquel hombre comenzó a crear pompas de jabón, pequeñas, medianas y grandes, que adquirían formas caprichosas cuando la suave brisa que soplaba aquella tarde las arrastraba lejos y hacia el cielo, antes de explotar. Tan pronto el aire se llenó de pompas, el hombre se vio rodeado por un grupo de niños que comenzaron a saltar, a correr tras ellas, a intentar rozarlas con el dedo para hacerlas estallar.

Los niños gritaban, se molestaban entre ellos, se peleaban como niños por intentar alcanzar la burbuja más grande y más alta de todas. Y a veces se amontonaban tan cerca del hombre que apenas tenía espacio para estirar las varas y poder crear más y más pompas.

El rostro del hombre, de piel morena y aspecto curtido, no por cuestión genética o racial sino más bien -y probablemente- fruto de una vida dura y muchos días de sol sin sombra, noches frías sin cobijo, privaciones mundanas y sacrificios casi constantes, mostraba una expresión que me resultó sorprendentemente... amable. Su mirada, de esas que tienen la profundidad suficiente como para transmitirte la sensación de que han visto y vivido mucho, entonaba bastante bien con el resto de su expresión facial. Apenas sonreía, porque quizá no tuviese demasiadas razones para ello, pero a pesar de todo esbozaba un gesto que a mis ojos parecía una especie de resignación tranquila, casi alegre, asumida. Quizá fuese todo un espejismo, un juego de mi mente para hacerme sentir mejor en aquel fútil intento de empatizar con él.

De cualquier modo, su gesto sereno contrastaba fuertemente con el entorno que lo rodeaba y el tumulto creado por los jóvenes cuerpos que se arremolinaban a su alrededor. Además, la configuración de las formas, aristas y ángulos de su cara demostraba que aquel hombre se encontraba en una ciudad lejos, muy lejos en el espacio de aquella donde quizá hubiese nacido. Y probablemente también se encontrase en un espacio distinto, hostil y lejano, al que verdaderamente pertenecía; habiendo tenido que renunciar a muchas -o todas- las cosas que conocía en busca de una vida mejor. Quién sabe si precisamente en aquel instante un niño de un país lejano donde todavía se sufre el castigo inmisericorde del invierno estuviese conformándose con soñar con perseguir una pompa de jabón en su ascenso hacia el cielo porque su padre se encontrase muy, muy lejos de allí, en otra ciudad, con otros niños, en otro mundo.

Mientras pensaba en esto vinieron a mi mente recuerdos de la noche anterior, de un lugar muy diferente, más lujoso, y un espectáculo infinitamente más grandioso y sobrecogedor. En aquel concierto sonaba una música tan esperanzadora como desgarradora, de esa que tiene la capacidad de transportar tu mente a un lugar que no existe donde experimentas emociones desconocidas e imaginas lugares y sucesos de otra época. Un hechizo perfecto.

Y todas aquellas notas habían sido meticulosamente dispuestas por una mente maravillosa y brillante a la par que oscura e insondable. Un hombre de otro tiempo, de otra tierra, quizá de la misma de la cual procedía el hombre que yo observaba, creó un día aquella obra maestra que tras sobrevivir más de cien años llegaba ahora a mis oídos para elevarme hacia el cielo, como si de una pompa de jabón me tratase. Y luego todo explotaba como ella, acompañado de un estruendo enorme, y miles de aplausos incontenibles hacían pensar que acababa de suceder algo mágico, especial e irrepetible.

No pude evitar recordar las notas tristes entonadas por la orquesta en aquel concierto, pues me daba la sensación de que hacía mucho tiempo alguien había compuesto una música capaz de describir ahora cómo era la vida del hombre que vivía haciendo pompas de jabón.

Pero hoy, en esta tarde de primavera, nadie le presta atención a él. Me duele pensar en la posibilidad de que no reciba reconocimiento alguno. Porque los niños después de jugar serán llevados a sus casas y puede que nadie se detenga a obsequiar a ese hombre que depende de algo tan efímero y frágil para ver la luz de un nuevo día.

Ojalá alguien que ayer asistiese extasiado al espectáculo de la genial creación de un maestro de la música pudiese hoy contemplar agradecido cómo su hijo se entretiene con las burbujas creadas por un hombre proveniente de la misma tierra muchos años más tarde. Y ojalá pudiese admirar la belleza escondida en los mil colores arrancados por el sol a cada pompa de jabón al explotar mientras en su cabeza, durante un segundo eterno, resuenan suspendidos en el tiempo los acordes brillantes de una composición inolvidable.



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