Cada vez que esos dos faros azules se paraban durante una fracción de segundo de más en el camino que los conectaba con los míos, sentía como si al mismo tiempo me vaciasen un cubo de agua helada encima, me encontrase al borde de un acantilado y una flecha me traspasase el corazón.
Y en el infinito y a la vez fugaz lapso de tiempo en el que tal encuentro se producía, yo no pensaba en nada. Todo era blanco.
Blanco y luminoso.
Algo que, por otra parte, era lógico. El blanco siempre ha sido sinónimo de pureza, vacuidad, inexistencia.
Porque ese azul es simplemente una ilusión óptica. Un reflejo irreal de algo que no es ni existe.
O tal vez sí.
En donde no hay ni habita nada.
"Porque la muerte es mirar y no verte."
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