Una de mis frases favoritas –robada
de una canción de Chavela Vargas– dice que «uno siempre vuelve a los viejos
sitios donde amó la vida». Me gusta tanto, de hecho, que la tengo impresa en un
papel y pegada en la pared junto a mi cama.
No he conseguido, a día de hoy,
hallar consenso entre las personas a las que me he atrevido a preguntar por su
opinión acerca de tal afirmación. Por lo general, parecen no estar muy de
acuerdo con la rotundidad de su mensaje.
Yo, sin embargo, vivo para
demostrarme que Chavela tenía razón.
Por eso decido caminar por las
calles que me vieron crecer, quizá no durante más tiempo, pero sí más deprisa y
de forma más profunda, compleja y amplia. Las calles donde descubrí quién era,
cómo era y, de alguna manera, quién quería ser. Las calles de la ciudad donde
aprendí a vivir y a disfrutar de la (y lo) que hoy es mi vida.
Así, perdiéndome en los rincones
que durante varios años formaron parte de mi hogar me sorprendí a mí mismo queriendo
tomar distancia, como para intentar precisamente no ser yo en ese instante,
para intentar retroceder en el tiempo y volver atrás, al principio.
Vi a otra persona completamente
diferente; a una persona que apenas acababa de lanzarse al mundo a descubrir el
significado de su recién estrenada libertad, cuya mente era, por aquel
entonces, como una hoja en blanco lista para ser llenada con palabras que contasen
una historia única, especial y maravillosa.
Me vi crecer en las calles de
aquella ciudad; me vi a mí mismo en los mismos lugares, haciendo las mismas
cosas, rodeado de un puñado de compañeros que con el tiempo se ganaron un lugar
en mi corazón de alguna u otra manera, por razones diversas y con distintos
grados de intensidad.
Nos vi vivir, disfrutar, crecer.
Ser felices.
Es sorprendente el poder que
tiene el tiempo para hacer que nos demos de bruces contra los cimientos de
nuestra realidad; para enfrentarnos con la auténtica naturaleza de nuestros
deseos y nuestros sentimientos; para sacudir nuestro personal y delicado orden
de las cosas y el mundo; para regalarnos una nueva visión con la que observar
el pasado y el presente con una mayor y mejor perspectiva que es fruto, ni más ni menos, de la experiencia.
Para aprender a descubrir las
cosas que nos mueven.
Las cosas que nos conmueven.
Incluso cuando ya son parte del
pasado.
Caminando por las calles donde
aprendí a ser –y fui, de hecho– lo más feliz que he sido nunca, me di cuenta de
cómo aquella tierra verde, fresca y sana me dejó echar raíces cuando las
estaciones fueron favorables, y me permitió también volar cuando llegó la hora
de hacerlo.
No sabía cómo me sentiría al
regresar; qué sentiría cuando toda una oleada de recuerdos me golpease con
fuerza desde las profundidades del pozo de la memoria. Aunque, en realidad, lo
que más me inquietaba era descubrir qué sentiría cuando volviese a los viejos sitios
donde amé la vida, ahora que aquel tiempo había pasado ya, ahora que todo
es tan diferente y yo, inevitablemente, también lo soy.
Nada ha cambiado. Los recuerdos que
preservo se mantienen vívidos, reales; las sensaciones aún son auténticas y todo
permanece más o menos como lo imaginaba. ¿Por
qué iba a cambiar?
Quienes cambiamos somos nosotros.
Y eso, por suerte, es necesario.
Porque las cosas, al igual que
suceden porque tienen que suceder, existen en un espacio y un tiempo
determinados. Su existencia se circunscribe a un momento único, irrepetible.
Y cuando se acaban, debemos seguir adelante y continuar con nuestra vida. Pero
no por ello debemos olvidar que un día fueron algo más que un recuerdo, que contribuyeron
por un breve lapso de tiempo a hacer de nosotros algo de lo que somos ahora y a
llevarnos a algún lugar cercano al que nos encontramos en este preciso
instante.
Y, quizá, quién sabe si tendremos
la gloriosa posibilidad de volver a visitar alguno de esos sitios donde aprendimos
a amar la vida; a revivir cosas que hicimos, emociones que sentimos. A regresar
por un breve momento a un punto concreto del pasado desde un lejano lugar del
presente.
He vuelto, y he querido hacerlo,
y he podido hacerlo. Y he visto a la persona que era y a la que soy, a la que ha
cambiado y a la que sigue siendo como era entonces. Y me he dado cuenta de que,
a pesar de las diferencias, hay algo que permanece en mi interior intacto, casi
tan puro como el primer día, porque he intentado preservarlo así porque era, y es, demasiado valioso para mí.
Y lo más importante: he visto a muchos de aquellos compañeros con los que compartí todas o algunas etapas de este (¿aquel, quizá?) viaje y me he percatado de que, a su manera particular, necesaria y suficiente, permanecen aún como parte inamovible del camino de mi presente.
A pesar de todo, del tiempo y las circunstancias.
[∞]
He regresado para volver a vivir
las cosas que me hicieron sentir vivo.
Para comprobar que hay cosas que
ya no están, que han cambiado, que se fueron para siempre, que no volverán jamás.
Para comprobar que aunque este
árbol de la vida tiene muchas hojas caducas, otras tantas son perennes y no
pierden ni su brillo ni su color.
Para celebrar que el presente es
hermoso.
Para celebrar que el pasado nos
unió y nada ha conseguido separarnos todavía.
Para sonreírnos y abrazarnos,
porque la vida es maravillosa.
Para compartir instantes como
solíamos hacer y para juntar nuestros caminos una vez más.
Para evitar olvidar las cosas que
me mueven y conmueven; las que me hacen feliz y las que me hacen llorar.
Para sentir cuán afortunado soy
por haber vivido lo que viví y haber conocido a quien conocí.
Para dar las gracias por todas y
cada una de las cosas que forman parte de mi vida y de mi mundo.
Para dar las gracias a todas y
cada una de las personas que han hecho de mi vida lo que es ahora.
Para dar las gracias a todas las
que forman parte de ella por voluntad propia.
Para recordar dónde comenzó esta historia.
Y para demostrar que, a pesar de
todo, uno puede volver siempre a los viejos sitios donde amó la vida, y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas…
Aunque, a veces, dejan de estarlo.
Eso es lo que me mueve.
Lo que me conmueve.
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