Esta es la historia de un puente que conectaba dos mundos ajenos, distantes en el tiempo y el espacio.
Un puente que no era de piedra, ni de acero, ni de hormigón. Un puente que no enlazaba las dos márgenes de un río; tampoco cruzaba el mar. Estaba suspendido en el aire desafiando la ley de la gravedad, soportando el peso de lo que a través de él circulaba, haciendo equilibrios sobre el vacío.
Fueron dos los arquitectos que diseñaron el puente y lo hicieron en apenas un instante que, a pesar de todo, resultó ser suficiente para garantizar su solidez. Por extraño que pudiese parecer, se trataba del puente más delicado y más resistente de todos, pues era capaz de tolerar la intensidad de una fuerza indescriptible y con la misma facilidad se podía romper.
El puente ofrecía una ruta de ida y vuelta entre aquellos mundos por un precio asequible: la intemporalidad. Tenía la facultad de dar forma y quitársela al tiempo que se tomaba en cruzarlo sin que ello pareciese alterar el mundo circundante.
El puente era un suspenso en el tiempo; un alto en el camino del reloj; un paréntesis de eternidad tendido entre dos universos que en un instante se encontraron y se rozaron y se quisieron fundir el uno con el otro.
Un puente etéreo erigido en el espacio infinito que separa tus ojos de los míos, desafiando el misterio de lo desconocido.
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