Con el atraso del reloj llegó la oscuridad.
El mundo se colocó sus mejores galas, las negras. Los días se hicieron más cortos y las noches comenzaron a engullir la luz. Las hojas, otrora verdes, resplandecientes, comenzaron a teñirse de tonos amarillos, marrones y rojos. Cayeron al suelo de los parques para tejer ese manto, esa alfombra otoñal tan singular que nos recuerda que hubo días donde la vida bulló y coloreó la tierra.
Nos adentramos ahora en un tiempo de letargo, en meses donde la escarcha se adueña de la hierba y el frío nos empequeñece; donde buscamos el calor del fuego o del agua; el refugio cálido de un techo.
Miramos hacia el futuro mientras nos sumimos en la quietud y aparente monotonía de los días grises y oscuros. Atrás queda el sol del verano; por delante, la promesa de una vida nueva que florecerá en primavera.
Mientras tanto, sin embargo, caminamos despacio con los pies fríos en pos del ineludible abrazo blanco del poderoso invierno.
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