Caminaban por una calle desierta al caer la tarde, alejada del caos, del bullicio, del ruido y de la gente.
La tomó de la mano y la volvió frente a él, de manera que el sol que resplandecía en el pedazo de cielo colocado arriba, entre los edificios, la envolvía en un fulgor dorado.
Le dijo:
"Quédate quieta y mírame. Quiero hacerte una foto. Quiero que la mejor cámara del mundo tome esta imagen. Quiero poder contemplarla siempre. Quiero grabar en mi cabeza este momento para recordarlo. Sólo mírame".
Los ojos verdes asintieron y brillaron.
Y él sacó la foto. Recorrió todas las líneas y contornos de la figura situada delante, obligando a sus ojos a captar cada detalle para revelar la fotografía más bella que jamás tomaría.
Esa imagen tuvo siempre un significado especial. En papel pudo mostrar lo que cualquier otra, el reflejo intemporal de un instante perdido en el pasado. En su mente quedó impresionada como un recuerdo imperecedero. En ambos casos aquel momento se grabó en la eternidad.
Pero lo más increíble de esa fotografía fue que, en el preciso instante en el que se tomó, el mundo se paró durante un minuto y no existió otra cosa que aquella calle, aquel sol y aquella silueta que a él, permanente insatisfecho, se le antojó eterna. Y entonces el instante de la imagen y la imagen del instante se hicieron eternos con ella.
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